Cuando en 1991 se celebró en Madrid la conferencia de paz de Oriente Medio, con presencia de los presidentes George H. Bush y Mijail Gorbachev, el periódico Pravda dijo con ironía que era «el último tango de la URSS» en la región. Tenía razón, el Muro de Berlín había caído dos años antes, hacía un par de meses del fallido golpe de estado comunista y a Gorbachev mismo le quedaban un par de telediarios. La URSS desaparecía y con ella lo hacía el comunismo, el imperio soviético, la bipolaridad y la guerra fría. Con una Unión Soviética vigilante, Saddam Hussein nunca hubiera cometido el disparate de ocupar Kuwait y meter en la región al ejército norteamericano, que acabaría por llevárselo por delante después de destrozar su país.

Luego llegó la crisis, el desconcierto norteamericano por guerras caras en muertos y en dinero, guerras que no se ganaban porque no se podían ganar y que no hacen más seguros ni a los norteamericanos ni al mundo y que espolearon el terrorismo Islamista, avivado también por las frustraciones de las ansias de dignidad y de libertad que había alumbrado la Primavera Árabe. Obama leyó entonces correctamente el estado de ánimo de sus compatriotas y decidió retirarse de Oriente Medio, lo que le causó no pocos roces con los militares y no poca desconfianza con las petromonarquías del Golfo. La puntilla la dio cuando dejó caer a Mubarak en Egipto e hizo un acuerdo con Irán (haciendo correr escalofríos por las espaldas de los dictadores sobrevivientes) y al no reaccionar cuando el régimen de Bachar al Assad utilizó armas químicas contra su pueblo, en agosto de 2013.

Putin tuvo entonces el reflejo de brindar una salida honorable al presidente norteamericano, que no quería de ninguna manera verse arrastrado a otra guerra en Oriente Medio, y se ofreció a sacar de Siria (de acuerdo con Assad) las armas químicas que allí había. Se destruyeron entonces unas 11 toneladas de productos químicos y bacteriológicos, que por lo que luego se ha visto no eran la totalidad de las existencias del país. Cuando Bachar ha usado gas sarín en abril de este año en Jan Sheijún desde un aeródromo donde también había rusos, Tillerson ha acusado a Rusia de complicidad o incompetencia, cosa que ha molestado mucho en Moscú y ha llevado las relaciones con los EE UU “a su nivel más bajo”, donde siguen ahora.

El caso es que aprovechando el vacío que dejaba la retirada norteamericana, Rusia se ha vuelto a hacer presente en Oriente Medio con tres objetivos por lo menos: recuperar el estatuto de gran potencia, recuperando influencia regional y asegurándose de que no se hacen acuerdos políticos sin su intervención; procurar controlar el terrorismo de raíz islamista que le entra desde Oriente Medio por Chechenia e Ingushetia, aprovechando que casi el 20% de su población es de religión musulmana; y sortear las crecientes sanciones que la comunidad internacional le ha impuesto por su comportamiento en Ucrania y Crimea, asegurando ventas en la región y garantizándose las inversiones que necesita su obsoleta industria energética.

Así, Rusia ha superado con Ankara las dos crisis del derribo de un avión (2015) y del asesinato de su embajador (diciembre de 2016) cooperando en Siria (están de acuerdo en mantener la integridad del país aunque tengan opiniones diferentes sobre Assad y los kurdos) y trabajando juntos en la central nuclear de Akkuyu y en el gasoducto Turkish Stream. Con Irán, Moscú colabora en la lucha contra el terrorismo y el tráfico de drogas, le ha vendido mil millones de dólares en misiles S-300 tierra-aire y obtiene permisos de sobrevuelo para sus operaciones contra el Estado Islámico en Siria. A cambio se opone a la pretensión de Trump de abrogar el acuerdo nuclear y a aumentar las sanciones contra Teherán. Gracias a ello, según Lavrov, las relaciones entre Rusia e Irán «están a un nivel sin precedentes». Con Siria, Putin apoya a Assad y a cambio consigue la base naval de Tartus, la única que tiene en el Mediterráneo, y el uso de una base aérea en Latakia. En los países del Golfo, Rusia ha firmado contratos económicos importantes como uno con Abu Dhabi para desarrollar conjuntamente un caza de quinta generación basado en el MIG 29, o el firmado con Qatar para que este país invierta 5.000 millones de dólares en la petrolera Rosneft. En Egipto tiene negocios de armas y de energía y en Libia apoya al general Hifter que ambiciona adueñarse del poder aprovechando el caos y la guerra civil que han sucedido a la desaparición de Gaddafi. También con Israel la relación ha mejorado pues a fin de cuentas Tel Aviv prefiere que en Siria haya rusos y no iraníes o miembros de la milicia libanesa Hizbollah. Y todo ello con la vista puesta en las oportunidades que ofrece el hallazgo de grandes campos de gas en los fondos marinos entre las costas de Chipre, Líbano/Siria, Israel, Gaza y Egipto. Algo que también interesa a Turquía.

Rusia tiene muchos problemas económicos y políticos pero eso no arredra a Putin, que tiene una política exterior ambiciosa y juega a gran potencia a pesar de tener un PIB similar al de España. Pelea por encima de su peso y hay que reconocer que juega sus bazas con mucha habilidad. Con todas las enormes diferencias que nos separan y sin compartir su política, me da envidia. Porque Rusia tiene una política exterior.

*Jorge Dezcállar es diplomático