El día que yo nací, mi abuelo paterno volvió a meter en la nevera una botella de cava que había comprado por si venía un niño. He de reconocer que siempre me fastidió esta historia que no sé si es cierta o apócrifa, inventada por mi padre para hacerme rabiar en mis despertares feministas. Con cuatro hijas y tres hijos, de los cuales solo uno le había dado un nieto varón, el abuelo consideraba que el apellido estaba en franco riesgo de desaparición, cuando no directamente en vías de extinción. Solo tuvo que esperar dos años para descorchar el espumoso, porque nació mi hermano y frenó el apocalipsis del linaje. El abuelo se habría ahorrado el disgusto anticipado de ver sucumbir el Garcés al empuje imparable de los García si hubiera vivido para ver la primera modificación de la ley del Registro Civil que permitió colocar el apellido de la madre por delante del paterno con el beneplácito de ambos, posibilidad a la que se acogió una de mis primas con su primer vástago. Pero tal vez se habría quedado perplejo con la siguiente reforma, que entra en vigor el 30 de junio y elimina la prevalencia por defecto del linaje paterno en la inscripción de un recién nacido en caso de desacuerdo entre los progenitores, estableciendo que el orden lo determinará el funcionario encargado a su criterio o por sorteo si no alcanzan el consenso en tres días. ¿Abandonar al azar, o a la voluntad de un tercero, algo tan importante como el nombre de la familia? ¿Que no nos hará más felices que venga un niño? Ya no manda el padre, ni siquiera hace falta que exista en el hogar para que el apreciado apellido se perpetúe. En efecto, abuelo, las nuevas familias y los nuevos tiempos presentan ventajas insospechadas.

No hay muchas parejas que hayan tomado juntas la decisión de anteponer el nombre familiar de la madre al del padre: en toda España 23.000 bebés se apellidan como mamá. La igualdad, además de no ser obstaculizada por la normativa, debería ejercitarse de manera consciente por la ciudadanía. Yo conozco alguna que lo ha hecho simplemente por tirarle una chinita al patriarcado, pero por lo general la inercia es la ley de la ventaja para los hombres. No falta tanto para que los progenitores añadan la pregunta «¿y qué apellido le pondremos?» a la de «¿qué nombre le pondremos?», pero de momento, la prevalencia masculina no se considera una circunstancia a batir en la esfera privada. En la pública, me pareció llamativa la insistencia de Mariano Rajoy en llamar al líder de Podemos «señor Iglesias Turrión» la semana pasada durante el debate de la moción de censura en el Congreso de los Diputados. En esa oratoria bromista, en plan retahíla de chistes de colegio de curas, que se gasta el presidente de Gobierno, se notaba el tonillo de recochineo en la forma de repetir con insistencia el segundo linaje de Pablo Iglesias. Como si la rima o la sonoridad le hicieran gracia. Estaba a punto de mosquearme cuando subió al estrado el portavoz del PP, Rafael Hernando. Para pasmo incluso de los suyos, lo primero que hizo al contestar a la diputada Irene Montero, que durante dos horas había desgranado los casos de corrupción de los conservadores defendiendo la moción presentada por su grupo, fue aludir a la relación sentimental de Montero e Iglesias. Acabáramos, tantos cambios legales, todos esos pasitos adelante para que un español pueda llevar indistintamente el nombre de la madre o el del padre, y resulta que en el caso de las mujeres siempre prevalecerá el de su compañero de cama.