Luis Bárcenas es un boina verde, un tío de operaciones especiales. Rocoso, pasó por el Congreso sin decir ni pío, manteniendo un silencio elocuente que abre la sospecha sobre una posible omertá, que él niega. No hay nada, el PP no es capaz de negociar con nadie, ha dicho. Es como si le estuviera haciendo caso a Rajoy. «Luis, sé fuerte», le escribió en un SMS el presidente del Gobierno hace unos años. «Yo estaré ahí siempre». Por eso el PP no hizo esta vez preguntas, tampoco había respuestas.

Toni Cantó, diputado de Ciudadanos, exigió al extesorero que, al menos, verbalizase su silencio. Bárcenas lo hizo repitiendo que no iba a contestar a ninguna de las preguntas. Y, por una vez, el boina verde estuvo a punto de perder los estribos al recriminar al actor, pidiéndole que no hiciese teatro.

Bárcenas se ha convertido por el momento en una tumba. El suyo es uno de esos silencios instrumentados por partida doble. Al Partido Popular le permite respirar aliviado frente a las acusaciones de financiación ilegal, y a la oposición sentenciar a Rajoy utilizando la vía del desgaste. Se trata, en cualquier caso, de aprovechar la dirección de los vientos que soplan, porque la corrupción en mayor o menor medida, más o menos organizada, es un fantasma que se le acaba apareciendo a los partidos que entran en contacto con el poder.

Para el Partido Popular resulta una pesadísima carga que lastra el futuro de una organización que ha decidido estancarse porque los demás o no avanzan o lo hacen con el paso cambiado, sumiendo a una buena parte del electorado en la zozobra de tener que elegir.