Han existido siempre. Y, cuidado, existirán. Las catástrofes naturales forman parte de los ciclos del planeta. Hay gente extremada que pone al hombre como ejemplo de catástrofe natural. Demasiadas guerras, demasiada contaminación, lo sé. Pero como humano, aunque pueda comprenderlo, no me siento reflejado. He visto a mi hijo llegar a pelearse con otros niños por defender un cangrejo en la playa. Alegría y dolor, maravilla y horror, todo está en el mismo saco. También es verdad que algunas personas se sienten tan alejadas de su condición humana que profesan mayor simpatía a las cucarachas y su capacidad de supervivencia porque no se cargan la capa de ozono con sus emisiones irresponsables. De ello se habla estos días en las redes sociales, siempre incendiadas, por otra parte. La calentura de los caracteres ha subido esta vez por los recientes incendios. Más por el de Moguer y los alrededores de Doñana, paradójicamente, con su hermoso salvamento de linces incluido, que con el de Portugal y sus 64 muertos.

Demasiados incendios son provocados, queriendo o sin querer. Muchos por torpeza o por la despreocupación hacia lo que es de todos, otros por piromanía o el interés depredador de algunos. Las sobrecogedoras dimensiones del incendio de la torre Grenfell, el edificio de viviendas siniestrado en Londres, sí que han tenido en la avaricia humana y sus lucrativas componendas una causa clara. Aunque se inició de manera fortuita por un cortocircuito en una nevera doméstica, el fuego trepó como un monstruo rabioso por el recubrimiento de plástico prohibido hasta convertir el edificio en aquél de El coloso en llamas (la película de 1974 dirigida por John Guillermin, con Paul Newman, Steve McQueen, William Holden, Faye Dunaway y un anciano Fred Astaire, entre otros grandes rostros de la pantalla). No resulta difícil pensar que la aprobación previa de ese recubrimiento letal del edificio y su posterior colocación alrededor del mismo habrá enriquecido a algunos. Para nuestra desgracia, a esas decisiones corruptas que expolian lo público caiga quien caiga, en ocasiones como ésta con resultados trágicos, ya estamos demasiado acostumbrados.

Nos cuesta más encajar las catástrofes naturales porque no nos gusta sentirnos tan pequeños ante el mundo. Algunas cambian trágicamente la faz del planeta. Pero otras, como el fuego, no siempre lo queman todo. En bosques de coníferas, como los pinos, los árboles buscan el sol. Por eso sus semillas crecen en terrenos abiertos. Pero poco a poco las copas de los pinos más grandes se tocan y ensombrecen el suelo del bosque. Las semillas que caen de sus piñas no alcanzan ya el terreno donde germinar o no les llega suficiente luz. Hay botánicos que recuerdan, con prudencia, que sin incendios forestales que renueven los árboles muchas especies de coníferas se extinguirían.

Hay que estar vigilantes y que no se recorte en los medios adecuados para que los incendios no terminen siendo devastadores. Valorar muchísimo el esfuerzo de bomberos y personal del Infoca que vuelven agotados y ennegrecidos de ese desigual combate cuando los incendios se producen. Y no decir cosas sin contrastar -como casi siempre en internet- mientras esto sucede, como que la actual Ley de Montes, que con mucha presión política y ciudadana se reformó para bien, iba a permitir explotar depravadamente Doñana tras este incendio provocado. Pero es muchísimo más fácil ser pirómano que bombero.