Pues eso, que la oficina está que arde. Pero que uno se coge los días de vacaciones y no sabe qué es peor. Durante el curso, con tres hijos, la cosa va de agárrate y no te menees. Horarios dispersos, deberes para los niños y para los padres, reuniones del colegio, extraescolares, convocatorias, partidos, cumpleaños, exámenes, trabajos en grupo y paro ya de contarles. Para no aburrir. La única ventaja es, por ser justos, que los niños participan de esa vorágine y claro, el cansancio también les hace mella. Así, cuando vuelves de lidiar en la oficina, las criaturas, al menos, ya están picadas como los toros. Llevan el peso de su jornada a cuestas. Pero durante el verano todo es distinto. Para empezar, las vacaciones ya no son tales. La historia no va encaminada tanto al descanso como a distribuir el mesecillo de relax de la pareja a lo largo del inabarcable verano que disfrutan los escolares. Y claro, echen cuentas. Faltan días. La paga extra, que lo sepan, se invierte en eso. En campamentos o talleres matinales que puedan tirar de los hijos para cubrir los tramos en los que padre y madre siguen trabajando. Conciliación de la vida laboral y familiar, dicen por ahí. Ruina. Qué sería de nosotros sin los apoyos externos. Qué sería de nosotros sin los abuelos. Es complicado cuadrar el puzle durante los tres meses de parón escolar. Al menos, entre la multiplicidad de talleres veraniegos que se ofertan por ahí, uno encuentra de todo. Y al final, el niño, o los niños, vuelven con algo aprendido. Arquitectura, papiroflexia, gazpacho y hasta sushi. Que los emprendedores afinan ya que da gusto. Y siempre, por supuesto y válgame Dios, con la santa ventaja de poder esquivar las resacas del bilingüismo obligatorio que nos tortura durante el curso. Esa ficción legislativa que subsiste a costa de la manga ancha encubierta y de los alumnos excepcionales. Pero ése es otro tema. No me hurguen, que es peor. El caso es que, volviendo a nuestra tierra, a veces ni siquiera la playa es paño de consuelo. Cuando oigo la propuesta se me abren las carnes. Tres tablas, toallas para cinco, sombrilla, la bolsa de las cremas, las botellas de agua, la ropita seca y los aperos de labranza para la arena. A dos brazos oigan. Ni Balboa. Y si los niños van a medio gas durante el curso, en verano ocurre lo contrario. Están fuertes, robustos, colorados, rollizos, desprendiendo energía como osos pardos después de la hibernación. No hay otra opción encaminada a la supervivencia que no pase por planificar los días con toda la intención de que los infantes lleguen cansados a la noche. Y, por otro lado, uno cambia la versión de las cosas. Comer en la calle ya no es comer en la calle, es una maniobra para evitar la discusión de quién va a poner y quitar la mesa. Y el cine ya no es el cine, es la oportunidad de poder conciliar una siesta de hora y media. En fin, un mirar la vida con otros ojos. Disfrutando, sí, no les digo que no. Pero también sobreviviendo a la tiranía de los retoños, muchas veces inconsciente. Son hijos de su tiempo, de sus días, se les vende de todo, y se les vende por los ojos. Y les entra. Por mucho que se pretenda aislarlos de lo que entendemos superfluo, la sociedad, su entorno, les genera una serie de necesidades ficticias que se plantean en familia como verdaderos frentes abiertos a la hora de darles rechazo o cobertura. En cada esquina, todos los días, hay una trinchera. El tema de móvil sí o móvil no, por ejemplo. O la entrega de las llaves de la casa o el dónde vas y con quién. Y el bilingüismo, siempre el bilingüismo, con su marchita sombra alargada. Ese árbol que va muriendo antes incluso de plantarse. Ese batiburrillo inconexo. «Yes, very well fandango». Así está el patio los veranos. Y al final, inmerso en el terral y en todo lo anterior, a veces, cuando puedo, me siento a pensar y me acuerdo de mi oficina. Y quizá, recién entrado el mes de julio, puede que uno esté añorando ya la llegada del bendito septiembre. Sí, para descansar.