Yo, como todo quisque, maduro a golpe de consciencia, no como la fruta, que madura empujada por el impulso de un calendario natural sostenido segundo a segundo, como debe ser. Los humanos no estamos entrenados para eso. Los humanos, cuando descubrimos que en nuestro mecanismo existe un botón para funcionar en automático, nos olvidamos de la consciencia, y nuestra consciencia nos corresponde desentendiéndose y echándose a dormir.

Y ocurre que de tiempo en tiempo nuestra conciencia se despereza y siente cargo de sí misma. Y desconecta nuestro automatismo y nos pone en ´modo manual´ y nos exige que seamos los pilotos de nuestra propia existencia, instante a instante. La criatura -la consciencia- lo intenta, pero la cosa no prospera... La escasez de aprendizaje, de entrenamiento y de responsabilidad con nosotros mismos no es compatible con el pilotaje de un vehículo tan complejo y complicado, así que la situación nos produce desasosiego, estrés del chungo, irritabilidad y angustia, una exacerbada angustia que desemboca en una jindama de joder-esto-no-hay-quien-lo-aguante-ni-un-minuto-más, que nos impele a volver a pulsar con urgencia el botón de ´vivir modo automático´, por el que el sistema nos mueve de derecha a izquierda como le gusta a Fulano, de arriba abajo como le gusta a Mengano o circunvalando el centro como le gusta a Zutano.

Hablando del centro: ser de centro es tan imposible que ni los niños lo son... Piense, si no, generoso lector, qué responde un niño cuando se le pregunta ¿a quién quieres más, a papá o a mamá...? El centro político para la consciencia es una entelequia; para el automatismo, un tic; para los políticos profesionales, el salvavidas verbal de los más torpes, a la larga.

Pues eso, que ayer, a media tarde, maduré un poquito. Me encontraba en la enorme cafetería de un enorme edificio de oficinas cuando mi consciencia entró en ´modo manual´. La cafetería estaba abarrotada, como siempre. Y ocurrió: de repente tomé consciencia de que debo estar haciéndome mayor. Dediqué un buen tiempo a mirar a la respetable y menos respetable multitud de gentes y personas que abarrotaban el local, y todos me sonaban. Los que mi consciencia incluyó en el ejercicio, que fueron muchos, se parecían en todo o en parte de su físico, de su estilo, de sus gestos... a personas y gentes a las que conozco. Todos expresaban un carácter que yo podía definir sin esfuerzo, porque lo conocía a través de otros... Y, naturalmente, eso implica veteranía, conocimiento, experiencia, pericia... O sea, edad. Ni mucha, ni poca, que no hay que exagerar... Solo la necesaria para que las cosas sean.

El asunto no quedó ahí. La consciencia ayer llegó con brío. Mientras abandonaba el lugar escuché con nitidez un perfume. Más allá de su cuerpo de jazmín y de gardenia y de flor de naranjo, sus notas eran densas, exuberantes, acarameladas y afrutadas a la vez. El perfume era un falsete en un si bemol menor tan brillante, que no encontraba octava a su medida. Detrás del falsete, en el perfume, el diapasón y el alma de un violín vibraban, mientras las más de ciento cincuenta cerdas de su arco hacían el amor con sus cuatro cuerdas. El perfume era música y valsaba con mi consciencia hecha memoria: un, dos tres..., un dos tres€ Y, por segunda vez en la tarde, volvió a ocurrir: súbitamente tomé consciencia de que debo estar haciéndome mayor. Mi oído estaba lleno de un perfume y mi corazón de palabras y mis palabras de sentido y mis sentidos de sentires y mis sentires de emociones que era capaz de definir y explicar hasta sus últimas esencias. Y, obviamente, eso implica sensibilidad madura, emotividad madura, delicadeza madura, afectividad madura... O sea, edad. Ni mucha ni poca edad, que no hay que exagerar... Solo la necesaria para que las cosas sean.

Sí, ayer, a media tarde, maduré un poquito. Siempre ocurre: cuando la consciencia comparece uno sabe lo que está pasando. Lástima que los profesionales turísticos no afloremos nuestra consciencia turística a diario. Durante el perigeo turístico no lo hacemos, porque toca llorar, sin motivo casi siempre. Durante el apogeo turístico, tampoco, porque nuestra contrahecha autoestima y nuestro proverbial ombliguismo nos lo impiden.

El día que a nuestra consciencia turística le de por revelarnos algunas cosas que estamos haciendo, lloraremos... Y esa vez será con razón. Tiempo al tiempo, si no...