Padeciendo España una tasa de paro del 18,75%, resultaría contradictorio renunciar a un buen acuerdo para el país como es el tratado con Canadá.

Aun siendo esenciales, ¿de qué sirve hacer demagogia sobre los derechos laborales cuando es precisamente la escasez de empleadores privados de lo que adolece nuestro mercado laboral?

La supuesta salida de la crisis ha sido solo un espejismo. El poco empleo que se ha creado ha sido precario y no ha valido para revertir la pobreza laboral permanente que parece imposible superar -hace cinco años nos referíamos al mileurista de forma peyorativa, mientras que hoy es todo un privilegiado-.

Es esencial y prioritario crear empleos de calidad. Pero éstos no caerán llovidos del cielo, por mucho que Pablo Iglesias y Pedro Sánchez se empeñen. A favor de lograrlos, el tratado de libre comercio con Canadá, no sólo será bueno para incrementar el PIB europeo sino que, además, permitirá a las empresas españolas poder asentarse en suelo canadiense, lo que a priori, beneficiará a la economía nacional, cuya productividad es aún muy débil.

En pleno brexit, y tras la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, el riesgo de aislacionismo de la Unión Europea es hoy considerablemente más elevado. Incluso, es muy probable que el CETA, un tratado considerado de segunda generación porque va más allá e, incluye, transferencia de bienes, oferta de servicios y posibilidad de hacer inversiones, sea el primero y el último que Bruselas firme.

Canadá es un país tremendamente próximo a los valores culturales europeos y teniendo en Justin Trudeau un presidente liberal -lo que en aquel país es sinónimo de ser progresista-, además de que el CETA haya sido apoyado por amplia mayoría en el Parlamento europeo y cuente con el respaldo de los parlamentos nacionales de los veintiocho estados miembros, hace de este tratado un acuerdo beneficioso para los intereses españoles. Tanto la Educación como la Sanidad, quedarán ajenas al acuerdo; si bien, se creará un Tribunal Público Europeo para mediar en los conflictos que pudieran darse entre los inversores y nuestras administraciones.

Por tanto, para lograr el beneficio común, ambos, la Unión Europea y Canadá, deben ser generosos y ceder.

Sin embargo, me parece vil que Pedro Sánchez, secretario general, y Cristina Narbona, presidenta del PSOE, se hayan agarrado a un ´clavo ardiendo´ para ceñirse al margen de cesión y oponerse a este gran acuerdo, lo que ha servido para dejar en evidencia a los socialistas españoles de su mismo partido que, con anterioridad, votaron en el Parlamento europeo a favor del CETA en el pasado mes de febrero.

En cambio, las sensatas palabras de la comisaria europea de Comercio, Cecilia Mälmstrom, quien defendió que el CETA «se trata de un acuerdo progresista con un socio progresista», invitarían a cuestionarse ¿con quién si no?, si no es con Canadá.

Lo único que persigue el improvisado neocomunismo de Sánchez, es rendirse a los brazos de Podemos, autodestruirse sin consciencia y zambullirse en la piscina del populismo euroescéptico de las izquierdas. Precisamente, la misma deriva que supuso el comienzo del hundimiento del partido socialista francés de Benoît Hamon. Y esto fue de lo que advirtió Pierre Moscovici, comisario europeo de Economía, a Pedro Sánchez: abandonar la idea de un Proyecto Común Europeo y sustituirla por un populismo de izquierdas, significaría atentar contra el beneficio colectivo de la mayoría de los ciudadanos.

El inesperado volantazo del sanchismo -ajeno al oficialismo del PSOE, ya en minoría, en horas bajas y replegado al susanismo- podría poner en riesgo una gran oportunidad comercial para las empresas españolas. Algo que contraviene la posibilidad, tremendamente factible, de que capital privado canadiense invierta en España lo suficiente como para ayudar a crear empleos de calidad -algo que ni Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias pueden garantizar-, reducir el déficit y la prima de riesgo, y aumentar el PIB nacional.

Al igual que ZP, muy apoyado en su momento por las bases, tenemos hoy en Pedro Sánchez al nuevo Zapatero. Las 73.898 papeletas que otorgaron la victoria a Sánchez, como resultado de las primarias, no pueden condicionar el futuro de un país de más de 46 millones de habitantes. España no es una nación de naciones. Jamás lo será. Nuestro país debe estar muy por encima de las ocurrencias del sanchismo.

Aunque el nuevo Zapatero se arroje a los brazos de un proteccionismo populista y engañoso para levantar muros, no funcionará. Que no se engañe. Que no nos engañe. Lo único que desea es ganar tiempo para alimentar su voraz y chovinista ambición con tal de alcanzar el poder. El resto le importa un bledo, mientras que el futuro de España y de la Unión Europea, dentro de un mundo globalizado, está en juego. Ahora más que nunca.