La gente se pone a hacer listas y no para. Los cinco alimentos quemagrasas ideales para el verano, dice un titular. Once acantilados normandos para perder la cabeza, leo en otro sitio. En fin: diez canciones que no te puedes perder, proclama alguien. Lo que no aclara es por qué no se las puede uno perder. Ese es el cebo, supongo. Aunque, bien mirado, en este caso el cebo habría de ser que fuese buena música. Por cierto, que aún no hay canción del verano. El mundo está tan loco que a veces la canción del verano estalla en octubre y nos da la barrila hasta el verano siguiente. El tema más de moda es Despacito, que nos machaca en chiringuitos y discotecas, en pubs y en autobuses; lo canta el niño de Leganés y la adolescente de Porriño, un cura en Aragón y hasta un aspirante a notarías que se cuece horas y horas estudiando temas junto a un ventilador. Mientras, su novia se va enamoriscando del profesor de yoga, que es un vivales que está completando la lista veraniega de señoras y señoritas encamadas en su coqueto ático (¿las casas coquetas se arreglan solas?)

No falta quien opina que eso de hacer listas (las veinte mejores playas de Andalucía y tal) es cosa que ha traído internet. No. Lo de las listas es de antes. Por ejemplo, los Cuarenta Principales, cosa que tiene ya muchas décadas es un ejemplo de lista. De lista exitosa. En Alta fidelidad, gran novela (Nick Hornby) y deliciosa película ya hacían listas los personajes. Listas de canciones, sobre todo. Elaborar listas ordena la mente. Ayuda a recapitular (las diez mejores juergas que me corrí en la universidad), agiliza la memoria (las cinco cervezas más infames) e incluso, como le pasa a un conocido, ayuda a acotar los límites de la familia. Por eso suele preguntarse de cuando en cuando: ¿cuántos hijos tengo?

A veces lo peor de una lista es la respuesta: los cinco animales que más fobia te producen. Los diez peores finales de novelas decimonónicas. Otras veces inducen a un ejercicio melancólico: los mejores programas infantiles de todos los tiempos. Repara uno entonces en que ese tiempo suyo de la infancia no volverá, ni volverán las meriendas de pan con chocolate ni la dulce recriminación materna (ahora lo entiendo mejor) cuando uno remolonea para dar un beso al llegar o marcharse de casa.

Hay listas tontas, ya estábamos tardando en decirlo. Listas de la compra y listas que se te cuelan en la compra porque te ven despistado y noblote, acarajotado, esnortao, como haciendo listas mentales de esto y lo otro mientras la vida (y el turno) se va. Convendría ir haciendo una lista de tareas estivales. Dormir un siestón bajo un platanero, leer un novelón en un solo día, poner la mente en modo off tumbado en la arena, renovar el repertorio de maldiciones por la estrechez del asiento cuando uno monte en avión, escribir a mano una carta. Comer sardinas con las manos viendo como se va el sol; una sobremesa con los amigos de siempre, cantar ronco un himno inofensivo, comprar una camisa blanca y estrenarla para ir al encuentro de la noche. Tirar al alba la camisa a la basura y tirar el día durmiendo. Leer después algo del tipo seis remedios infalibles para la resaca. Elaborar una lista de excusas para esquivar la lista de tareas pendientes. Y así.