Quienes tienen la santa paciencia de leerme habrán comprobado lo que me gusta hablar del tiempo. No del tiempo atmosférico, aunque ahora sea el eje central de las conversaciones, con esta ola de calor que, como todas, es la más grande ola de calor que vieron los tiempos. No, a mí me gusta escribir y hablar de lo temporal, esa inconsciencia. Desde niño estoy fascinado por su contaduría, por su efecto sobre nosotros, incluso admitiendo la posibilidad de que no exista o, quizás, de que sea lo único que existe.

Mi abuelo me contó que en Málaga hubo una vez un personaje a quien con la crueldad de aquellos tiempos (principios del siglo pasado), llamaban Pepito el Tonto. Era bajito, delgado y tenía una enorme cabeza que a veces se le desequilibraba y se balanceaba de un lado a otro, como un péndulo. Pepito tenía una asombrosa capacidad. La gente, para confirmarla, le preguntaba: «Pepito, ¿qué hora es?». Y Pepito contestaba: «Son las once de la mañana con ocho minutos y catorce segundos». Y era exacto.

El pobre Pepito (que murió joven, víctima de la hidrocefalia que comprimía sus meninges) vivía de las propinas que sacaba gracias al enorme y oscilante reloj de su cabeza.

Las historias de mi abuelo, a quien también le gustaba el tiempo y sus misterios. De él heredé un reloj que siempre llevo puesto, un viejo ´Cauny Royal´ al que hay que darle cuerda, lo que me obliga a dedicar todos los días un poco de tiempo al tiempo.

Y todo esto viene a cuento de que los científicos han estado hablando esta semana de cómo el futuro puede influir en el pasado. Esta idea, llamada retrocausalidad, y que puede resolver potencialmente algunos rompecabezas a debate en la investigación la física cuántica, era algo que ya intuyó el inmenso poeta granadino Rafael Guillén: «Si este ungüentario de cristal romano/ que veinte siglos irisaron, donde/ la transparencia envejecida apenas/ deja ya ver el soplo que le diera/ forma de lágrima y que aún se esconde/ en su interior como con miedo a verse/ en otro tiempo; si este vaso leve/ que otro soplo o milagro ha conservado/ indemne entre los mármoles partidos/ de la arrasada villa, resbalase/ de mis manos y en un funesto instante/ se estrellase en el suelo dulcemente,/ consternación aparte, no sabría/ apreciar las distintas magnitudes/ de tamaño suceso, ni sabría/ ponerle fecha; pero estoy seguro/ de que en el tiempo aquel, que permanece/ detenido entre togas y columnas,/ se oirían los clamores del desastre».

Pues lo mismo le habrá pasado a Miguel Ángel Blanco, esté donde esté, que habrá oído «los clamores del desastre». Qué lástima.