Ahora que existen las aplicaciones destinadas a llevarnos de la mano para limpiarnos los dientes, escribir una carta, pasar el semáforo y otras complejas actuaciones de la vida, a nadie se le ha ocurrido diseñar una específica para combatir la prisa, para ir despacio por la vida y su circunstancia. Auguro un gran negocio al creador de tal invento y más si lo promociona en esta época veraniega. Días estos de vacaciones, días de alejamiento de nuestro entorno cotidiano, días por tanto para ensayar con esa aplicación para luego, ya terminado el ocio, ir incorporando los nuevos modos a nuestra vida invernal y laboral.

Parece mentira que un español se vea obligado a reivindicar la lucha contra la prisa cuando, como anotara sagazmente Eugenio D´Ors, la característica fundamental de un escritor como Cervantes es justamente esa: la de no tener nunca prisa. Recorre buena parte de España, va y viene de Esquivias, va y viene de Andalucía, de Valladolid y de otros lugares todo ello a lomos de una mula observando el paisaje y libando, como una abeja laboriosa, los decires, las manías, los olores y las trazas del paisanaje. Sin alterarse: con pesquisidora serenidad. Probablemente el aprendizaje le vino de sus aventuras bélicas donde debió de conocer lo que de grotesco tiene ir corriendo hacia la muerte.

También Josep Pla cuenta cómo diseñaba sus viajes buscando los medios de transporte más lentos. En su época el barco era un buen aliado de esa estrategia aunque el tren tampoco le iba a la zaga. De la misma manera que liar un cigarrillo pausadamente le servía para dar con el adjetivo apropiado, viajar de manera sosegada le ayudaba a escribir sus relatos de la forma alada que empleaba, demorándose en los detalles, haciendo -podríamos decir- un permanente homenaje en cada línea a la minucia. Porque Pla sabía que, al final, escribir bien no es sino toquetear, palpar, hacer cosquillas y frotar todo lo que existe de insignificante y menudo.

Por esta razón, a mí me han impresionado siempre mucho los libros de viajes y adoro especialmente los de Heinrich Heine, el del Harz por ejemplo, porque se palpa la lentitud que imprimía a su caminar por las montañas y el tiempo que empleaba para poner la máxima emoción en describir unas florecillas que se abrían para saludar al sol o la forma en que se iba secando una gota de rocío en la hoja de un roble.

¿Y qué decir de Proust que echó el freno al desboque en la literatura? Creo que una forma segura de combatir la intolerancia, los dogmatismos, las supersticiones, el fanatismo y, la variante más extrema de estos ismos, a saber, el nacionalismo, es cultivar la lentitud en los desplazamientos y, en general, en la vida.

Es un combate difícil, lo sé, porque hoy se gastan millones de euros, que no tenemos y hay que pedir prestados en los odiosos mercados, para acortar en diez minutos un trayecto. ¿Para ir dónde? Las más de las veces a un lugar donde el tedio ha formado república. Lo que quiero decir es que al abominable Tiempo, que galopa y destroza sin miramientos, no es necesario hacerle la competencia con nuestras prisitas y urgencias ridículas. No vendamos nuestra alma a la prisa ni hagamos de la vida una suma de prisas. No olvidemos en suma que precipitación viene de precipicio que es un lugar donde le duelen a uno mucho las articulaciones y los huesos rotos. ¿A qué esperan los diseñadores de aplicaciones informáticas?