El arte de matizar nos otorga capacidad para analizar y tomar postura con coherencia. Si algo me queda de los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho fueron las sesiones en las que el profesor Miguel Pasquau, magistrado, novelista y amigo, nos inducía esta gran verdad. Salvo las clases de Miguel, todo lo demás, me resultó accesorio. Se puede encontrar en los libros. Pero, incluso llevando a hombros aquellas lecciones, hay temas en los que cuesta definirse. No es fácil. Y tampoco es que haya que posicionarse porque sí en todos los aspectos de la vida pero, a mi juicio, es conveniente esbozar, al menos, la propia idea sobre las cosas. No vaya a ser que, al final, uno esté pasando por los años de refilón. Sin mojarse. Y digo esto porque el tema de las adicciones, por ejemplo, me colapsa. No hablamos ya de dobles raseros, sino de infinidad de ellos. Se nos va de las manos. Al igual que las múltiples conveniencias sociales, políticas o de mercadotecnia con las que se emplea la palabra droga. El uso popular del término no quedó aparcado, ni mucho menos, en la década de los ochenta. Sigue en la calle. Mis cejas jamás se han elevado tanto como cuando media playa de Pedregalejo amedrentó al socorrista de turno para que ahuecara ala a fin de que el personal presente pudiera arramblar con las pastillas de hachís provenientes de un fardo reventado junto a las rocas. Aquello ocurrió el año pasado. Estamos rodeados. Esa fue mi sensación. A menor distancia temporal, hace tan sólo unos días, se encontró en Marbella el cadáver carbonizado de un hombre que transportaba cápsulas de droga en su estómago. Lo cuento para que también seamos conscientes de que la serie Narcos no acontece sólo en Netflix. Y en cuanto al cánnabis, en el marco de los cursos de verano de la Universidad de Málaga, Antonio del Moral, magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, recordaba que, si bien el autoconsumo personal no está castigado, sí que es delictiva toda creación de estructuras que facilite el consumo de estupefacientes. Se me hace raro que lo uno no y lo otro sí. Qué quieren que les diga. Pero claro, puestos en la tesitura de elegir con una pistola en la cabeza, yo, que no he fumado en mi vida, no tengo claro si preferiría que mi hijo se fumara un porro de vez en cuando antes que jalarse diez cubatas en la calle cada sábado. Porque también es justo decir que, de sobredosis, se muere tanto por consumo de heroína como de alcohol. El debate sobre la legalización de las drogas prohibidas sigue en pie. Pero seamos honestos, tendría sus ventajas. Como poco se pondría fin al lucro del narcotráfico y se daría paso a controles de calidad debidamente legislados. Algo que no es nuevo. Ya ocurrió con el alcohol. Pero claro, nos pesa la estética. Si vemos a Don Draper con el copazo de Old Fashioned en la mano nos resulta glamouroso y permisivo. Si fuera con una raya blanca, no tanto. Y así nos movemos. Con drogas duras ilegales y drogas duras legales a las que, por conveniencia, no llamamos drogas duras. Y mientras algunas sustancias se criminalizan, seguimos dando luz verde al alcohol, por ejemplo. Que no digo yo que haya que quitarlo, pero que no es coherente una cosa con otra. Socialmente, ahí tienen ustedes la reciente moda por el gin-tonic, dicho sea de paso. Y así, en la última estadística del Ministerio de Sanidad, que data de 2014, se pone de manifiesto que, sólo en la Feria de Málaga, se atendió una media de 50 intoxicaciones etílicas diarias, de las cuales un 12% fueron protagonizadas por menores de edad. Datos. El tabaco también daría que hablar, pero me falta página. Al igual que de la gestión individual del consumo de medicamentos, que esa es otra. ¿O es que uno no se droga cuando frente al primer síntoma de algo que se parezca al estrés se toma a las bravas un par de lexatines? En fin, que vivimos inmersos en el mundo de la adicción. Ustedes ya lo saben. Y que drogas no, por supuesto. Pero cuáles, cómo, dónde y de qué manera.