Miguel Blesa reunía todas las características para ser considerado el malvado perfecto de nuestra época: engreído, engominado, cazador, pepero, corrupto, estafador, machista, etc, etc. Todo en uno. Y por si fuera poco, en las comparecencias públicas alardeaba de lo que había hecho y culpaba a sus clientes por haberse dejado engañar por la estafa de las preferentes. En ningún momento dio muestras de haberse arrepentido o de sentir remordimientos. En ningún momento reconoció haber abusado del poder inmenso que disfrutó gracias a sus amistades políticas, sobre todo con el Partido Popular de José María Aznar. Y en ningún momento pidió disculpas a los miles de ciudadanos que se habían arruinado por culpa de sus decisiones. Y entre esos ciudadanos no sólo están los clientes que invirtieron sus ahorros en el negocio ruinoso -y descaradamente fraudulento- de las participaciones preferentes, sino los empleados bancarios que fueron obligados bajo amenazas a colocar esos productos financieros sabiendo que eran una filfa, de modo que tuvieron que mentir y tergiversar las cosas para engatusar a miles de clientes de toda la vida que se fiaban de ellos.

? Porque no olvidemos que muchos de esos empleados y directores de sucursal sufrieron una dolorosa tragedia personal a causa de las preferentes. Fueron ellos los que tuvieron que dar la cara delante de sus clientes de toda la vida, sabiendo que les estaban tomando el pelo y que los iban a arruinar sin remedio. Fueron ellos los que más tarde tuvieron que soportar las quejas y las recriminaciones de todos esos clientes estafados. Y fueron ellos los que tuvieron que correr avergonzados por la calle -yo lo he visto- cuando esos mismos clientes los perseguían furiosos por haber perdido 12.000 o 24.000 euros de una tacada, a menudo los únicos ahorros que tenían. Pues sí, claro que sí: esos empleados también fueron víctimas de Miguel Blesa.

Pero ahora Miguel Blesa se ha quitado la vida de un disparo y su muerte se ha convertido en una especie de ritual indoloro de expiación colectiva. «Qué bien -pensamos todos-, yo no soy como Miguel Blesa, ese hijo de puta corrupto y pepero», así que todos nos creemos a salvo de caer en las mismas conductas delictivas en las que él cayó. Y ahí está el problema. Porque nadie sabe lo que hubiera hecho si las circunstancias de la vida lo hubiesen puesto en el mismo lugar en el que estuvo Blesa. Como una ley natural de la vida, todos damos en creer que si no somos ni cazadores ni peperos ni machistas ni engreídos nunca jamás habríamos hecho lo mismo que hizo él. Y todos pensamos que eso es cosa de otros, los de arriba, los poderosos, la casta, los de siempre. Como si nosotros tuviéramos un antivirus moral que nos pusiera a salvo de cualquier tentación. Como si eso fuera cosa de otros, de gente que tuviera un ADN específico hecho de codicia y avaricia y engreimiento (el nuestro, por supuesto, está hecho de verdad y honestidad y generosidad). Y por eso mismo nunca pensamos que Miguel Blesa, hace treinta o cuarenta años -no ahora-, quizá se parecía mucho a cualquiera de nosotros. O más aún, era como cualquiera de nosotros, ni mejor ni peor, ni más virtuoso ni más malvado. Uno más, como cualquier otro.

Convertirse en un corrupto es un proceso gradual que empieza con hechos insignificantes -o que nos los parecen- y que acaba con un gigantesco latrocinio que no respeta a nadie, igual que un tumor, igual que una psique trastornada. Yo suelo hacer una pequeña comprobación empírica: ver qué clase de cosas piden los comensales en una comida pagada con dinero público (tras un premio o un acto cultural o cualquiera de esas cosas). Porque en esas comidas siempre hay alguien que pide langostinos o los platos más caros del menú -o un vino de 50 euros-, mientras que otros piden platos más modestos o el vino de la casa. Siempre sucede. Y ahí, en ese momento, es donde nos llevamos las sorpresas. Porque de forma manifiesta tenemos delante a quien tiene todas las papeletas de ser un corrupto si las circunstancias de la vida se lo ponen a tiro. Por descontado que esa persona no está cometiendo nada ilegal, claro que no, pero ésa es la primera condición de los corruptos: creer que tienen derecho a hacer lo que hacen y que no hay nada que esté fuera de la ley. Esos langostinos, por ejemplo, o ese vino de 40 euros. Luego, poco a poco, ya vendrán los hechos puramente delictivos.

Corromperse es algo que hacemos cuando estamos absolutamente solos, igual que morir, igual que soñar. Nadie sabe lo que haría cuando cree que nadie lo está viendo. Nadie sabe lo que haría cuando recibe una llamada que le dice: «Sabemos en qué colegio estudian tus hijos, sabemos dónde aparca el coche tu mujer». Nadie sabe lo que haría cuando recibe una llamada en la que se le invita a cierto local en compañía de champán y bellas mujeres. Nadie lo sabe, no. Miguel Blesa sí lo supo. Y eso, ahora, es lo único que lo hace distinto de todos nosotros.