Decía Carlo Dossi que «en todos los hombres está presente la corrupción, sólo es cuestión de cantidades». Aún recuerdo cuando, en el año 2011, la ministra de Educación y Ciencia alemana, Annette Schavan, dimitía al hacerse público el escándalo de plagio referente a su tesis doctoral. Aquella mañana, la noticia despertaba a media España sumida en un ataque de carcajadas y a la otra media bloqueada por la estupefacción. Porque claro, ya saben ustedes que el político hispano no es mucho de dimitir. No sé si recordarán que, a primeros de año, Transparencia Internacional ya apuntaba que España repetía su peor resultado histórico en el Índice de Percepción de la Corrupción con un total de 58 puntos sobre 100. ¿Será la franja del Mediterráneo? Vayan ustedes a saber. El caso es que ambas reacciones, la carcajada y el asombro, se me antojaron perversas. Por aquel entonces, ya gravitaban en España el caso de los ERE y el caso Nóos, y aquí no dimitía ni el Tato. Pero si bien queda claro que todo tiene su ponderación propia, política, social y jurídica, frivolizar las corruptelas con fundamento en la existencia de una comparativa más gravosa se torna inadmisible, no risible. Es una bala para la democracia y el orden social. Y del mismo modo, tampoco son permisivas altas dosis de asombro ante la dimisión alemana. Y es que pudiera parecer que sólo las dimisiones están reservadas para los casos evidentes en los que un cargo público mangonea a espuertas, con videocámara, frente a mil testigos y confesión jurada. Se debiera dimitir por mucho menos, para que no diera la sensación de que ciertos niveles de fraude pudieran consentirse tácitamente. La cuestión no es baladí, porque si de la corrupción pasamos a la resignación, llegaremos a la impunidad. La segunda bala frente a la democracia y el orden social. Pero aquí nadie dimite. Ya no hablo de responsabilidades civiles o penales, sino de mera responsabilidad política. Tan inusual resulta que, si alguna raya en el agua tiene el valor y la decencia de llevarlo a cabo, pasa a los anaqueles del recuerdo por eso, y no por otra cosa. Como el ministro Pimentel. Una rara avis. Digno del museo de cera. Algunos más han dimitido, me consta, no les digo que no, pero tras algo más de presión política y mediática. Pocos lo han ejecutado con tanta inmediatez. En cualquier caso, no se asombren porque, muy a mi pesar, la política bien pudiera ser la punta del iceberg en tanto en cuanto que, a pie de calle, bien saben ustedes que ciertas prácticas fraudulentas no sólo se consienten sino que, en ocasiones, se potencian. Y si hay corrupción en los arrozales, sin duda la habrá en palacio. Sin ir más lejos, este mismo diario anunciaba la semana pasada que Málaga es la provincia española con mayor tasa de fraude a las aseguradoras, con una ratio de 1.379 casos de tentativas detectadas por cada 100.000 habitantes. Que se dice rápido. Aunque, no por justificar pero sí para ser justos, también habría que hacer la reflexión a la inversa ya que, a veces, uno se pasa la vida pagando religiosamente la cuota a la aseguradora para, llegado el momento, no tener derecho a nada o a casi nada. Las cosas de la letra pequeña. Que esa es otra. Y así, caminando, caminando, podríamos relatar mil y una prácticas fraudulentas arraigadas en el día a día y que tampoco son dignas de elogio. Trueque de facturas, la aparente ausencia formal de reparto de dividendos, el «con o sin IVA», el coche u ordenador de empresa para uso privado y, así, hasta el infinito y más allá, como decía el otro. Por mi parte quisiera creer que la honestidad y los grandes principios no serán derramados a la ciudadanía desde las alturas de los poderes públicos, sino a la inversa. La legalidad, la corrección y el buen hacer particular en la gestión de las pequeñas cosas, es lo que, poco a poco, irá conformando una sociedad y unas instituciones fundadas en la transparencia y en la honestidad. Es cosa y responsabilidad de todos. Porque, a fin de cuentas, y acabo con otra cita de Robinson Jeffers, «la corrupción no es obligatoria».