Nunca he sido muy de tecnologías, lo confieso. Mis padres, sabiamente, supieron hacerme crecer sin esa necesidad. Aquella rama del consumo nunca se posicionó en casa como objeto de codicia. Y que sí, que al final todos los aparatos iban llegando, no les digo que no. El video, el equipo de música, el microondas, la videoconsola o el ordenador. Incluso la licuadora, que ya es decir. Ese artefacto tan vintage que floreció en los ochenta sin éxito alguno. Sin embargo, y a pesar de ello, también les tengo que reconocer que quien les escribe es mucho de cambiar de opinión dependiendo de cómo le vistan a la mona. Y es que la seda, señoras y señores, al fin y al cabo, es la seda. ¿Cómo va a dar lo mismo el envoltorio? Es por eso que igualmente recuerdo como momento cumbre de las películas de James Bond aquellas sesiones previas a la misión de marras en las que el agente Q mostraba al licenciado para matar todo un muestrario de gadgets ingeniados a los fines de dar matarile con sofisticación manifiesta a todas las embestidas del espionaje enemigo. Siempre, ni que decir tiene, a la mayor gloria de Su Majestad. Aquello tenía casi tanto glamour como el que irradiaba la Andress paseando junto a la orilla. Bolígrafos envenenados, cortaúñas atómicos, corbatas lacrimógenas y qué sé yo. Un magnífico repertorio armamentístico de carácter aparentemente inofensivo y aspecto cotidiano que hacía las delicias de los aficionados al género. Y todo ello, seamos justos, al objeto de poder contrarrestar las argucias y malicias de la organización criminal Spectre, que no era precisamente el borreguito de Norit. Pero claro, cuando uno, desde las frágiles evocaciones y ensueños de lo cinematográfico, se lanza sin colchón a los brazos de la dura realidad, se da cuenta de que aquel refinado choque de contrarios sólo tiene cabida en el Londres de Ian Fleming. Porque aquí, lo que se dice aquí, a pesar de las mieles del puerto, de la noria y de la estampa de ciudad moderna, europea y con proyección internacional de la que Málaga presume, los titulares de sucesos que salen a la palestra no son otros que la detención de una mujer que, presuntamente, robaba bolsos con ayuda de un palo selfie. Sí, a modo de enganche. Y claro, qué quieren que les diga. No es que yo desee, estaría loco, que se instalen en la ciudad las mayores estructuras criminales del mundo pero claro, a la vista de estas noticias y del uso perverso que se le da al palo selfie como gadget criminal te das cuenta de que, quizá, desde el punto de vista del celuloide, no somos ni de Sherlock Holmes ni de Bond. Al Yard lo que es del Yard y a Torrente lo que es de Torrente. El Martini mezclado, que no agitado, frente al palillo de dientes con la copita de Soberano. En cualquier caso, servidor insiste en que Málaga necesita iconos que cubran las grandes hazañas para las que ya se ha perdido toda esperanza. Como la limpieza de la calle Victoria. Esa arteria que conecta el escaparate de la Alcazabilla y la Merced con el Santuario y que subsiste muerta de asco mientras acumula basura a todo lo que da su extensión. Ni Hércules en los establos de Augías, señores. ¿Limasa quizá? Lo dificulto, aunque todo es ponerse. Pero si en algo nos parecemos al Londres clásico quizá pueda ser en ese tramo de la calle Granada que baja desde la Merced hasta su cruce con la calle Echegaray y en el que las farolas callejeras cumplen más un papel de atrezzo que de elemento iluminador del espacio urbano. No les voy a invitar a recorrerlo porque no son horas pero, a eso de las seis y media de la mañana, aquello parece la Witechapel del Destripador. Negro como mi corazón. Da miedo, mucho miedo, atajar por allí cada mañana camino a la oficina. Y si eso ocurre en pleno centro, ¿qué casuística no habrá en las periferias? Pero claro, si no hay dinero para bombillas, mucho menos esperemos encontrarnos por allí al James Bond municipal para que nos defienda, ni siquiera a los chicos del Yard. Ni tampoco a Torrente.