'Un barbero frustrado', por Bartolomé Florido

Hace 55 años, cuando emigré a Torremolinos, en aquellos años era una barriada de Málaga, mi primer empleo fue como aprendiz de barbero en una barbería ubicada en el Pasaje San José, bocacalle de calle San Miguel en Torremolinos. Aquella barbería probablemente era de las más selectas de Torremolinos. A los clientes cuando se pelaban y una vez finalizado el servicio, les echaban colonia y si era afeitado se les aplicaba crema de marcas prestigiosas. Un servidor, con 11 años como aprendiz, se dedicaba a barrer los pelos del suelo y quitar los restos de pelo en la ropa con un cepillito. En algunos casos el cliente me daba la propina pero prefería que no le pasase el cepillo por la espalda, porque la tenía quemada por el sol. Allí conocí a toda la aristocracia de Torremolinos de hace 55 años. Como ustedes entenderán, desgraciadamente, la mayoría de ellos ya han fallecido. A veces, cuando veo a algún superviviente de aquella época de la familia Manoja, Del Cid, Medina, Montes... me da muchísima alegría, porque aunque ellos no me recuerdan, porque era un niño, yo a ellos sí. Mis jefes eran Salvador y Antonio, siempre me trataron con mucho cariño. Recuerdo muchas anécdotas como por ejemplo que en Torremolinos, la policía urbana se podía contar con los dedos de una mano, La Carihuela era un auténtico y entrañable barrio de Pescadores, como la calle San Miguel era la milla de oro, la tenencia de alcaldía, el mercado de abasto ubicado en la plaza de la Independencia, la sala de fiesta El Mañana y los descampados que ocupaban toda Playamar hasta el mismo Bajondillo. También recuerdo entrañablemente, pero sin ningún amor por medio, que los autobuses de Portillo siempre estaban abarrotados, las ventanillas casi siempre abiertas y el cobrador de estos intentando batir el récord de pasajeros. Era una época terrible en aquella situación dentro del autobús para las señoras, ya que los mayores, los menos mayores y hasta los niños con mi edad buscábamos rozarnos con las mujeres como «el perro busca a la perra». No es que fuéramos peor ni mejor, eran los tiempos de necesidad y la cultura tan primitiva que nos habían inculcado (echarnos a temblar cuando veíamos a un guardia civil, besarle la mano a un cura y decirle piropos graciosos pero groseros a las señoras). En la barbería estuve unos pocos de meses ya que mi jefe Antonio como veía que no progresaba en el arte de cortar pelo y todavía menos afeitar, me dijo: «Bartolilllo, tú en esta profesión tienes poco futuro. Dedícate a la música, a estudiar biología o colócate en el carro de la basura». Recuerdo que me dieron la oportunidad de afeitar a un cliente y lo único que conseguí fue jabonarle hasta la frente y cuando iba a comenzar a afeitar, lo primero que hice fue hacerle un corte en la cara a la víctima al estilo Al Capone. Naturalmente, después de aquel suceso con sangre incluida, ya en la barbería no me dejaron ni recoger los pelos del suelo. Cambié de profesión inmediatamente, aunque yo al que llegaba en mi defensa que era de nacimiento un zocato perseguido. Por eso, nunca me resigno a mi primer fracaso profesional. Con 11 años todavía sin cumplir los 12, me coloqué en un bar en calle Cauce en Torremolinos frente a la oficina de telégrafos, el bar Victor’s. Un local con mucha solera y regentado por el hombre más bueno que he conocido en la vida después de mi padre y mis hermanos. Allí estuve tres años aprendiendo ya que empecé de aprendiz y a los 14 años ya era camarero con chaqueta blanca y palomita negra. Fueron años felices y de tristeza, porque cuando eres tan jovencito, tu mente y tu cuerpo lo que te pide es jugar, estudiar y hacer travesuras. En mi caso, la vida me puso firme a los 11 años. Realmente soy un barbero frustrado.