Opinión | Por el ojo de la aguja
Daniel Capó
El sustento del mal
No podemos desligar la violencia terrorista del fracaso social, como tampoco la podemos separar de la ideología. Las ideas crean realidad, ya que son las herramientas para leer e interpretar nuestra posición en el mundo. Y el fracaso social actúa como un resorte de la frustración emocional sobre la que pueden trabajar las ideologías asesinas. Uno de los puntos de encuentro de las ideas y emociones se sitúa en el meridiano del resentimiento y la frustración. El yihadismo en Occidente no admite una lectura fácil en clave de pobreza o de abandono. Las instituciones del Estado del Bienestar funcionan con rigor, garantizando unos estándares aceptables de dignidad: educación y sanidad públicas, luz y agua, comida y alojamiento. No es, por tanto, la miseria lo que produce la radicalización de algunos jóvenes musulmanes en Europa, sino algo muy distinto como la ausencia de raíces, la marginalidad y la frustración o la ausencia de esperanza en un mundo -Occidente- que sólo parece querer definirse por el éxito. La falta de futuro es uno de los rostros del nihilismo, al modo de un agujero negro que va engullendo los anhelos más nobles del hombre. Las corrientes globales, impulsadas sobre todo por la tecnología, subrayan esta tendencia de ruptura social entre los ciudadanos integrados -en el fondo, una especie de elite económica y cognitiva- y el resto de la población. Sin una fuerte cohesión social, las democracias se debilitan y los riesgos se multiplican: las malas ideas penetran en esa tierra agrietada.
Porque, sin estas malas ideas, el terrorismo no tendría recorrido. En el País Vasco, fue el nacionalismo étnico el que sirvió para cebar el odio de los jóvenes etarras; y ahora es un discurso de corte apocalíptico el que pretende destruir los fundamentos de nuestra civilización. El marco es posmoderno, idealizado por la imagen de un heroísmo trascendente. El señuelo pasa por canalizar la rabia y la frustración en un juego de tronos que les convierta en alguien admirable para una determinada tribu radicalizada. «Ya no seré el objeto de vuestra lástima ni de vuestro menosprecio, sino que me tendréis miedo». El odio y el miedo, siempre entrelazados, como dos emociones primarias en los escenarios de alta tensión. El odio y el miedo, de nuevo, como sustento del nihilismo. Para matar hay que odiar mucho. A los otros, pero también a uno mismo. Sobre todo a uno mismo.
En el atentado de Barcelona convergen muchos caminos; hay una encrucijada de errores y aciertos, de éxitos y fracasos. Para empezar, una constatación histórica y geográfica: España como eslabón con el Oriente musulmán. Ahí está el mito recreado de al-Ándalus y el kilómetro cero de la frontera con Marruecos en Ceuta y Melilla. Y, a continuación, la dureza de una crisis económica que se ha prolongado durante una década, unida a una grave descomposición política como consecuencia de la corrupción y las retóricas del populismo. España es hoy un país más débil, más desorientado, más tenso. Al igual que la UE, tras la marcha prevista del Reino Unido, es un espacio más estrecho, con menos empuje, más asfixiado por las contradicciones internas y externas. Y ahí está, inexcusable, la ideología yihadista que es la de muerte y el terror y que debe ser combatida y extirpada. Madurar en medio de las tempestades va exigir la fortaleza de la fidelidad a unas raíces -las europeas- que no son intachables, pero sí las mejores que conocemos. Fortaleza frente al mal, generosidad para la integración, límites definidos y un rearme moral para combatir las doctrinas del rencor.
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