Lo mejor de septiembre, y a la vez lo terrible, es que empieza de repente. No es un cambio de mes, ni de estación, es un cambio de estado, en concreto del líquido al sólido. Se acuesta uno en vacaciones y al día siguiente ha cambiado todo: el horario, la agenda, las preocupaciones, el tono vital, la cartelera del cine, el modo de vestir, el grosor de los diarios nacionales, el tráfico en las calles, el ángulo de la luz, el ritmo de la gente al caminar, la angustia remanente. Parémonos en ésta: en agosto estaba disuelta en la atmósfera, asumiéndola por respiración; en septiembre se distribuye entre todas las perchas en las que la colgamos (laborales, políticas, económicas, de salud, familiares, etcétera), y se vuelve física y táctil. De este modo se hace también manejable. Con la abolición del derecho estival a la pereza los problemas ocupan el lugar de la angustia. Todo tiene ventajas.