En uno de sus ensayos, recuerda Montaigne el viejo relato de Psamético I que cuenta Heródoto en sus Historias. En guerra contra Persia, el faraón Psamético fue derrotado por Cambises, que quiso humillarlo públicamente obligándole a presenciar el desfile de la victoria. De pie, en primera fila, pudo ver a su hija convertida en sirvienta y obligada a llevar un cántaro de agua. El faraón permaneció en silencio, inmóvil, como si su mente estuviera absorta en algún otro lugar, muy lejano y recóndito. Y, poco después, vio pasar a su hijo, el heredero del trono, conducido al patíbulo seguramente con las carnes abiertas por los latigazos. Y, del mismo modo que había hecho con su hija, el rey permaneció callado, sin dejar traslucir ninguna emoción. Pero, al final del desfile, Psamético reconoció entre los prisioneros a un anciano criado suyo y sólo entonces rompió a llorar y a gemir desconsoladamente. Heródoto narra esta escena sin añadir ningún comentario. La interpretación le corresponde al lector, que se pregunta por el silencio inicial del faraón y por su llanto posterior. Montaigne, tan intrigado como nosotros, aventura lo siguiente: «Estando de antemano lleno e inundado de tristeza, la menor sobrecarga rompió los límites de su padecer». Es decir, no es que el rey quisiera más a su antiguo sirviente que a sus hijos, ni que de repente hubiese perdido la dignidad hierática de un monarca oriental, sino que los diques interiores de contención se quebraron definitivamente al final del desfile por acumulación. Diríamos que todo tiene un límite y que el dolor del rey había traspasado ese umbral. O que nada sucede hasta que sucede. La historia de la dignidad perdida de Psamético perdura a través de los siglos. Como todas los mitos -y algo hay aquí de legendario, aunque sea por su lejanía en el tiempo-, también este relato nos ofrece un ápice de lucidez para analizar el presente. La firmeza del rey frente a las ofensas nos habla de la misma dignidad democrática la cual, en ocasiones de forma insistente, se ve asediada por todo tipo de derivas populistas que amenazan con hacerla zozobrar. La pregunta es: ¿durante cuánto tiempo pueden resistir las leyes y el ordenamiento constitucional sin fracturarse? Y, a la vez, la cuestión apunta hacia los resortes íntimos de la ciudadanía: ¿cuánto tiempo puede una sociedad aguantar inmune los cantos de sirena de la demagogia, del victimismo y de la mentira que infectan las relaciones humanas? El uso masivo de una sentimentalidad política agresiva, unido al cuestionamiento del papel positivo de las instituciones, terminará forzosamente comprometiendo la consistencia del social. En realidad, Montaigne recalca algo evidente: destruir los diques no sale gratuito. La actitud de los frívolos, sin embargo, se mantiene de espaldas al sentido común. Como si el mal no existiera. O se encontrara siempre en la orilla contraria. El proceso de destrucción de una sociedad resulta lento, aunque se acelera cuando los embalses ya desbordan. Un mínimo de lógica exigiría, en primer lugar, prevenir los daños, reducir el estrés, abrir las compuertas, denunciar la toxicidad de la mentira, defender la democracia representativa -lo que implica necesariamente subrayar el valor de las leyes y de las instituciones-; ser firmes pero también tener la mano tendida, escuchar al pueblo pero no dejarse llevar por las pasiones inmediatas, siempre traicioneras. El llanto de Psamético nos alerta de los peligros de una intensidad excesiva buscada para humillar al adversario, reducido ahora a la condición de peligroso enemigo. La superioridad de la democracia, en cambio, radica en que no considera enemigo a nadie ni odia tampoco a nadie ni cree en la estúpida idolatría de la perfección -seguramente la peor de las ficciones-, sino que se sabe frágil, digna y valiente. La democracia -por decirlo con las palabras del filósofo Richard Rorty- pide una «lealtad ampliada» y no una cohesión construida sobre una ruptura previa de corte cainita. La democracia consiste en un régimen político tan inusual en la historia -y tan exitoso- que deberíamos preservarla como a una especie protegida. Y por supuesto, no dejarla al albur de los remolinos sentimentales ni de las sequías ideológicas. Y me temo que tampoco del capricho vociferante de las elites.