Ha llegado setiembre y Cataluña vuelve a emerger como el gran problema. Con la economía creciendo al 3% y, pese a que el paro es todavía el más alto de Europa, pese a la sombra casi permanente de la Gürtel y Barcenas, y al fantasma de una moción de censura efectiva -que a corto sólo puede ser fantasma-, el gran reto de Mariano Rajoy es la eterna cuestión catalana.

Cataluña será la asignatura de los próximos tiempos. Nunca ha sido fácil. Ahora la aprobación por el parlamento catalán de leyes rupturistas con España es sin duda la crisis constitucional más grave desde la restauración de la democracia. El golpe de Tejero era sólo nostalgia de un pasado sin lugar en Europa, mientras que la crisis actual indica que la democracia española arrastra pecados originales de improvisación y otros, más recientes, de crispación y mal funcionamiento.

No hay democracia sin Estado de Derecho y, como consecuencia, la primera condición para salvar la situación -aunque desde luego no la única- es garantizar el imperio de la ley. En este sentido la reacción errónea del gobierno Rajoy -sólo jurídica a un problema político- tiene también sus ventajas. Ante un reto separatista inmediato, lo peor sería caer en una disputa sobre las esencias -muchas veces exageradas- que tanto atraen al nacionalismo, ya sea separatista o españolista.

La ley es la ley, aunque nunca sea neutra y siempre interpretable. Pero si se está dispuesto, como parece, a abordar el reto desde una posición común de los grandes partidos -PP, PSOE y C’s, con la lamentable autoexclusión de Podemos- existe una mayor garantía de objetividad y de equilibrio y hay menos riesgo de partidismo.

Otro dato es que la mayoría independentista es muy precaria en el Parlament -se vio con claridad en la bochornosa sesión del jueves- y que las últimas encuestas del CEO (el CIS de la Generalitat) dicen que si bien el 41% de catalanes es partidario de la independencia (el voto a los partidos separatistas llegó al 47,8% en las elecciones plebiscitarias del 2015), los no separatistas suman el 49%. Aprobar la primera ley de ruptura (la del referéndum) con 72 votos a favor, 11 abstenciones y 52 diputados que se ausentaron del hemiciclo, no es una buena tarjeta de presentación. En especial porque la ley fundamental catalana, el tan discutido Estatut del 2006, establece que para cambiarlo -siempre menos trascendente que ir a la independencia- se necesita el voto favorable de las dos terceras partes del Parlament. O sea, de 90 diputados, no de los 72 del miércoles.

Pero el independentismo, como se ha visto desde el 2010, está muy movilizado y tiene un argumento con mucho peso en Cataluña: la sentencia del Constitucional del 2010, cuatro años después de ser aprobado por los catalanes en referéndum, demostró que España cerraba las puertas a un mayor autogobierno pese a haber sido corregido y bendecido con anterioridad en el Congreso de los Diputados y en el Senado.

Por eso el Gobierno de Madrid siete años después de aquella sentencia percibida por muchos catalanes no sólo como injusta sino como fruto de la manipulación de la derecha nacionalista española afronta una situación complicada. El Gobierno Rajoy -en Cataluña el PP tiene 11 diputados sobre 135- tiene que garantizar el imperio de la ley, pero sin recurrir a medios desproporcionados que puedan dañar las libertades, subir todavía más la crispación y dar argumentos al independentismo. No será fácil.

Los 21 días que quedan hasta el 1 de octubre serán duros. Pero llegaremos al 2 y será importante que -pese a la gravedad del choque de trenes- las cosas hayan empeorado lo menos posible y se pueda abrir otra etapa. El punto de partida conveniente sería el convencimiento de que ningún gobierno catalán puede saltarse la Constitución y que Madrid entendiera que una España estable es imposible con una Cataluña proclive a la rebelión.

Sobre el papel la solución es posible ya que todas las encuestas dicen que una gran mayoría de catalanes -independentistas o no- aprobaría un arreglo que dentro de España blindara un autogobierno claro (sin constantes peleas), una financiación más equilibrada y un respeto a la identidad nacional y cultural.

Claro, autogobierno suficiente, financiación justa e identidad nacional, son conceptos difusos. Pero hay dos problemas más graves. Uno, el dogmatismo de muchos dirigentes independentistas que prefieren el enfrentamiento sin salida a cualquier pacto que implique renuncias. Dos, que los partidos españoles se pelearon entre ellos cuando el PSOE -ninguneando al PP- intentó ir por esta vía con Zapatero y el PP contestó haciendo de la guerra al Estatut un punto central de su oposición. Entonces, en el 2004, el independentismo no sumaba más del 20% de catalanes, CDC no sólo no era separatista sino que había ayudado a la gobernabilidad de Felipe González y de Aznar. Y ni ERC veía la independencia como un objetivo a corto, pues votó a favor del Estatut en el parlamento catalán. No luego, en el español, cuando fue excluida del pacto final Zapatero-Mas.

El camino es el diálogo y la negociación. No será nada fácil. Pero para iniciarlo se necesita que el separatismo compruebe que la sublevación es estéril y que los grandes partidos no usen la política respecto a Cataluña como arma arrojadiza entre ellos. Y deben admitir una dura realidad. Durante muchos años el PP y el PSOE -juntos- han tenido la mayoría absoluta en todos los parlamentos autonómicos, excepto en el catalán (tampoco en el de Euskadi, salvo cuando hubo electores que se abstuvieron porque no se podía votar a Batasuna).

¿Asumirán Mariano Rajoy y Pedro Sánchez este hecho condicionante? Si lo hacen, las cosas se pueden recomponer. Caso contrario, España tendrá que convivir con una Cataluña en alto grado de desafección que puede llevar a escenarios todavía más graves y menos reversibles que el actual.