Algún sindicalista y más de un experto en derecho laboral han considerado dudoso el despido de una desquiciada de internet que se ha mostrado deseosa de una violación colectiva a Inés Arrimadas, diputada y presidenta del grupo de parlamentarios de Ciudadanos en Cataluña. Por lo visto el ensalzamiento del odio y la vejación a otra persona están por debajo del derecho al trabajo de la animadora al abuso sexual.

Con estas voces tan instruidas (y destructivas) no acabaremos nunca de poner orden en el insulto digital, ni en dar el escarmiento judicial que corresponda a los que dicen ampararse en el humor o en la libertad de expresión para planificar ciberacosos muy depurados. Pero no es lo único: empresas y organizaciones de todo tipo deben establecer sus cortafuegos frente a empleados (o directivos) que se explayan en las redes, ya sea con temas internos de la firma que les paga la nómina o con asuntos externos que, sin embargo, afectan al producto, a las ventas o a la misma imagen. Situar dónde están los límites parece delicado, pero ya se habla (y cada vez más) de la firma de códigos éticos en este sentido a la hora de cerrar un acuerdo laboral.

En el caso del comentario contra la diputada Inés Arrimadas, la empresa no ha querido darle ni un minuto a su empleada: es decir, no ha querido ser partícipe ni consentidora de una afirmación que tiene todos los visos de alcanzar la categoría de un delito que despliega el abanico de los instintos más animales. Todos deberíamos estar unidos frente a un fenómeno que crece, y que esparce toda una amplia variedad de fobias. Otras veces esconden tras sí verdaderos monstruos camuflados en los intersticios digitales, a los que ni los mismos expertos policiales pueden acceder. La llamarada contra Arrimadas no puede ser tratada con matices: está en juego la convivencia política y social.