Más que una epopeya fílmica del tipo de Braveheart o de los 300 de Esparta, lo del Gobierno secesionista de Cataluña parece una película de Alfredo Landa por la cantidad de estereotipos que reproduce de aquel cine cañí de los años setenta. La cosa ya no va ahora de suecas rotundas y españoles famélicos de sexo, sino de escandinavos del nordeste de la Península (los catalanes rubios y currantes) en contraposición a los magrebíes, que son el resto. Pero el argumento es el mismo.

La novedad consiste en que Puigdemont y sus colegas de reparto han revolucionado los tópicos mediante una inversión general de todos los valores como la que tanto le hubiera complacido a Nietzsche.

La chulería, por ejemplo. Tradicionalmente, este era un estereotipo distintivo de los vecinos de Madrid, distrito federal, que ahora parecen haberse apropiado como suyo los mandamases de la Generalitat.

Los nuevos chulapos han prohibido muy acertadamente los toros en su territorio, pero ahí les tienen, sin embargo, enfrentados al Estado como si fuesen toreros y citando al morlaco para que embista. Ehe, toro. Voy a hacer el referéndum sí o sí. La transición a la independencia será rápida. Atrévete a pararnos, Mariano. Y todo por este estilo retador que los plumillas han bautizado, lógicamente, como «el desafío catalán».

Enfrente tienen a un astado de los que en el argot taurino llaman mansos, aunque estos suelen ser a menudo los más peligrosos en tanto que impredecibles, según cuentan los expertos en el arte de la lidia.

El caso es que los líderes separatistas de Cataluña se han madrileñizado un montón en cuestión de arrogancia y hasta de majeza. En cambio, los madrileños, a quienes el tópico atribuía la condición de chulapones, se muestran ahora pacientes y hasta estoicamente europeos ante la oleada de improperios que les llega desde Can Barça. Fachas, mesetarios, magrebíes, subdesarrollados, vagos y por ahí.

Tanto es así que ahora son los madrileños -y los demás españoles, catalanes no secesionistas incluidos- los que parecen haberse abonado a esa variante autóctona del sentido común que es el seny. Se diría que unos y otros practican el juego de Antón Pirulero a la inversa, haciéndose pasar cada cual por el de enfrente.

Naturalmente, el cambio de papeles no es creíble. De acuerdo con el tópico, la chulería no se le ajusta gran cosa a un catalán. Su estereotipo apunta más bien al de un español acostumbrado a negociar y hacer buenos tratos, en el sabio convencimiento de que el comercio es el mejor sustitutivo de la guerra. Son famosos los catalanes, al igual que los chinos, por su seriedad en los negocios: y a ninguno de ellos se le ocurriría extender cheques sin fondos -es decir: fuerza- que los respalde como están haciendo Puigdemont y sus socios en el asalto a los cielos de la soberanía.

Doctores tiene la Sociología que sin duda sabrán explicar por qué el tradicional seny de Cataluña ha devenido en la irracional y un tanto taurina chulería que últimamente exhiben sus dirigentes. Quizá se trate de una enajenación transitoria que los haya llevado a adoptar los hábitos supuestamente propios de otros reinos autónomos de la Península. Cuando el nacionalismo anda de por medio, nunca se sabe.

Solo es de esperar que los madrileños no los demanden por intrusismo al apropiarse del estereotipo que los define como chulapos. Con la soberanía, tal vez; pero con los tópicos no se juega.