M. tiene solo ocho añitos «y ya sabe del dolor», que dijo Miguel Hernández. A los ocho años hay que saber de otras cosas, de la risa y la ternura, entender de juegos y dejarse deslumbrar por las dulzuras del mundo que empieza desplegarse, pero nunca tener miedo más que del pertinaz monstruo que nadie ha visto pero que se oculta bajo la cama.

Pero no es así para M. Para ella, tan chiquita, el comedor del colegio es inmenso, inabarcable para su soledad de niña aislada. Algunas niñas de sus mismos ocho añitos han decidido que no es digna de relacionarse con ellas porque es un poco más bajita, o un poco más morena, o un poco más lista, y eso es suficiente para que la desprecien, le roben a diario sus cosas, la persigan a insultos y amenacen a las otras chiquillas para que nadie se le acerque. Así vive M. sus días, en la soledad y el peligro.

La vida no puede ser intransitable a los ocho años, no pueden ser insoportables las horas, viviendo con el miedo del ataque y de no tener quien te defienda. Y si ocurre, como está ocurriendo en todas partes, todos los días, con una normalidad que da pavor, no podemos seguir mirando para otro lado, fingiendo que no pasa nada, que son cosas de críos, cuando todos sabemos que no lo son. ¿Cómo va a ser nada más que «cosas de críos» que a los ocho años alguien trame una tortura tan intensa, tan dolorosa, tan cruel contra otro solo porque sí, solo para tener el placer de verle sufrir? No, no son «cosas de críos», sino de psicópatas, de malas personas que se aprovechan de su fuerza y de la total impunidad que ofrece nuestra complacencia para abusar del otro, del que no puede defenderse, del que no tiene defensa. Y esos psicópatas los estamos criando nosotros. Con la leche templada les inoculamos nuestra propia maldad, o la toman directamente de nuestro comportamiento con el otro, de lo que decimos sobre el otro, del ejemplo que damos.

A los ocho años, yo una vez los tuve, cuando aún te cabe la edad entre las manos, hay que escribir cartas creyentes a los Reyes Magos, hay que confiar en lo imposible como no volverás a hacerlo nunca más, y hay que ver a Campanilla brillando entre las sombras. A los ocho años, los que tiene M., tan chiquita, tan tierna aún, no se puede saber del dolor, esa «corona grave» de la que hablaba el poeta, con la angustia de ser gorrioncillo entre halcones, todas las mañanas, a la hora del recreo.