Después del mar, mi mejor horizonte es el cine. Por el primero me soñé Ulises y pirata, por el segundo la vida entera: hombre solo con sueños y coraje, a caballo de cualquier clase en frontera hacia el destino. Los descubrí ambos de niño. El mar impreso en la voz en alto de mi abuelo navegándome La Odisea y La isla del tesoro, las palabras agitando imágenes para iniciarme en la mirada que descubre hacia dentro el viento que nos mueve. El cine en la afición de mi madre, que me llevó a escondidas a ver enamorada a Gregory Peck en El mundo en sus manos. No dejé de mascar chupete, con los ojos achinados haciéndose grandes y ensimismados en la pantalla frente a la que desde entonces tantas veces esperé impaciente vivir al otro lado, y al final el casi seguro crepúsculo más allá de la historia por el que mi imaginación continuaba la aventura nada más salir a la calle. Una espada, un arco, un timón, un revólver en diálogos de un monólogo infantil entre la gente que me miraba en pugna con adversarios invisibles, y las regañinas divertidas de mis padres reclamándome volver a la realidad. Todavía recuerdo el olor de aquel pequeño cine del barrio, y la sonrisa de mi madre contándome, guardando aún viva su sorpresa de entonces, el día que, con cuatro años, le grité capitán, capitán, señalándolo al pasar junto a un cartel del estreno de Matar a un ruiseñor, la película con la que mi padre siempre quiso que en futuro yo fuese Atticus Finch.

Nunca he salido de un cine inmune y en silencio. De niño, un lápiz y papel cuadriculado me bastaban como juguete con el que trazar otros fotogramas inventados que luego fueron caligrafía de bolígrafo en octavillas grapadas como novelas del oeste de la colección La Hermandad del revólver, a quince pesetas en el recreo. Pronto descubrí que el cine y la literatura eran buenas armas en defensa propia, y el mejor escondite ante las intemperancias del dolor o la injusticia. No tardé mucho en ensayar miradas con una cicatriz borrosa o con la dureza en duelo de quien no espera nada; haznos a Robert Mitchum, me decían las chicas cuando recién fumaba Tres carabelas sin boquilla, entornado el cigarrillo en la esquina de los labios, los andares chulescos de cadera lenta y poniendo aquel gesto de malote somnoliento al que le daba igual un beso o una bofetada. Más tarde llegó la juventud de conversaciones interminables de cafés y de vinos, el cine de autor en versión original como apasionada construcción de una identidad cultural, y hábil estrategia para desnudar el amor.

Tres vocaciones de placer: mirada, conciencia y seducción en las que tuvo mucho que ver el Cine Club Don Bosco de Los Salesianos, al que me apuntó, con la autorización de mi padre, don Felipe Santos. Un profesor que ejercía de crítico cinematográfico en el periódico Ideal y que cada sábado proyectaba a los universitarios, y a sus precoces escogidos por su innata comprensión del cine, películas de arte y ensayo con subtítulos sobre las que después se debatía. Cuerno de cabra de Metodi Andanov, Señorita Julia de Alf Sjoberg, La maniquí de Arne Mattsson, Fahreint 451 de Truffaut, Padre Padrone de los Hermanos Taviani, El árbol de los zuecos de Ermano Olmi, El Nadador de Pollack, desmenuzadas en la estética de la narración, la arquitectura de la película, la identificación moral, la capacidad de sugerir, la simbología con intervenciones de manos levantadas, atento y voraz en una pre adolescencia adoptada por jóvenes más mayores que me fueron acercando a la política, a otras lecturas, al cine de la Facultad de Ciencias, a la que le siguió la cinemateca del Príncipe donde seguí aprendiendo a respirar la vida, a significar las diferentes maneras de la muerte, a conversar el sexo, el amor, las fronteras de la naturaleza humana, junto a amigos y a una cinéfila novia de entonces, María del Valle. Lecciones sobre el lenguaje de la mirada y la escritura con la que se narra en imágenes que terminaron convirtiéndome en crítico y contador de historias.

Qué época aquella enamorándome sucesivamente y sin romper con ninguna de Virginia Mayo, Debra Paget, Kim Novak, Ava Gardner, Faye Dunaway, Hanna Shygulla, Diane Keaton; fascinado también por directores como Bertolucci, Kubrick, Erich Rommer, Fassbinder, Alain Resnais, Fellini, Ozú, Mizoguchi, Herzog, Wenders y la nómina de actores entremezclados Kirk Douglas y Vittorio Gassman, Bogart y Bogarde, Burt Lancaster y Donald Sutherland, Jack Lemon y Mastroianni, Peter O´toole y Bruno Ganz. Sin olvidar a los maravillosos secundarios: Walter Brennan, Lee Marvin, Jack Palance, Dana Andrews, Amanda Blake, Shelley Winters, Celeste Holm…

El tiempo peina en escepticismo y años, y aquí sigo enganchado al colocón de esa droga que no deja resaca como dijo Carlos Boyero en un estupendo ciclo, La edad de oro, con el que Juan Antonio Vigar gestiona su querencia dichosa por el cine en un malagueño Festival en español, y la excelente programación del Cine Albéniz donde semanalmente gozamos todos los cinematónamos de la versión original y del cine de autor. Ese que pocas veces defrauda en dirección, historia e interpretación, y que alarga sus propuestas y controversias en conversaciones a la vuelta de la salida o en cualquier lugar donde compartir su emoción y sus interrogantes, como les gusta a Javier Pastor descubriendo a Jarmusch y a Loach; a José Ramón que se sabe de memoria y humor los diálogos de esa maravillosa comedia que es Avanti de Billy Wilder. Mucho hubieran disfrutado los dos con las charlas dirigidas por Luis Alegre entre David Trueba y Santiago Segura, Carlos Boyero y Juan Echanove. Reivindicando sus mitomanías, sus fobias y análisis sociológicos como el del novelista y director acerca de la televisión de los setenta, con un único canal, que nos educaba una infancia de cine adulto con Sesión de Tarde. Aquellos sábados con Niágara de Henry Hattaway, La Taberna de irlandés de Ford, La mujer del cuadro de Fritz Lang, El Hotel de los líos de los Hermanos Marx, Laura de Otto Preminger o El Tercer hombre de Carol Reed y otras películas que transmitían valores, desvelaban ideales y sombras que todavía no habíamos descubierto, y que creaban en familia un clima de diálogo en torno al cine, que en la mía fue siempre una diversión compartida, una manera de obtener cultura. En cambio hoy, como dijo Trueba, tenemos muchísimos canales y no hay manera de que veamos una buena película. Y mucho menos programas como La Clave o Qué Grande es el cine de Balbín y Garcí. Figuras tutelares del cine como pasión, y de mi deleite en entenderlo, igual que hicieron las charlas del don Bosco y aquellas críticas en blanco, negro y humo del televisivo Alfonso Sánchez. Maestros entre los que no me olvido de Antonio Gasset y sus Días de cine a horas fuera de plano.

El Capitol, el Gran Vía, El Olimpia, El Aliatar, el Regio, el cine Cartuja y otros muchos nombres con marquesinas ilustradas a lo grande, carteleras de próximamente, porteros de la censura contra los que colarse de perfil en cigarrillo para ver Alguien voló sobre el nido del cucú, o La naranja mecánica en la sesión de la hora de más cola. Cine a precio asequible y calidad incuestionable, como el del Albéniz donde un público fiel con media de edad más que madura lamentablemente no tiene demasiados herederos entre las butacas; más afines los jóvenes al boom de las extraordinarias series de televisión e internet. Menos mal que ciclos como el de La edad de oro los atrae y los suma, en busca de a la causa de que ir al cine no deje de ser un ritual de placer, y que sea, como ha dicho François Ozón en San Sebastián, una manera de continuar la infancia y seguir jugando. Y sin duda un maravillo metraje de conocimiento y felicidad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es