No es momento ya para cansados sortilegios; tampoco para fraternidades repentinas ni ocurrencias transmitidas con ánimo solemne y levemente apaciguador. Lo de Cataluña, que no es nada nuevo, ha estallado. Y Rajoy, en su modorra inadmisible, no puede decir en ningún caso que no lo viera venir. Hasta hace apenas unos días, cuando se puso levantisco y recatadamente constitucionalista, la contribución del presidente a lo que se denomina el procés había sido justamente la contraria a la que se espera de un mandatario responsable y valiente: hasta el punto de que sus intervenciones no han hecho más que tensar la cuerda y provocar más y más soberanismo. Lo de que Rajoy es un hacedor de independentistas es algo fácilmente rastreable en las hemerotecas: desde aquella desafortunada legislatura en la oposición, en la que no hizo otra cosa que enredar con lo de España se rompe, a las españolizaciones broncas de Wert y la campaña ilógica contra el Estatut. A Rajoy le convenía electoralmente dar gresca y a los oportunistas de ERC y de la CIU le convenía Rajoy. Y la prueba está en un hecho sociológico, el aumento bajo su mandato de los simpatizantes del Sí, que, si bien, siguen siendo una mayoría insuficiente a nivel ético y democrático para imponer un cambio tan radical al resto de la población, son muchísimos más que en la etapa del Gobierno bambi zapateril. Rajoy, con sus astracanadas, al igual que gobiernos autonómicos como la Junta de Andalucía, tan pendientes del sentimiento y no de la razón, dejó la cuestión catalana justo en el punto que querían la burguesía del senys y los desnortados hippipijos de la CUP: en esa indignación, centuplicada por la crisis, que permitía construir un relato basado en la ofensa. Y, de paso, enmascarar con fanfarria sentimentaloide el núcleo real del movimiento, que es el mismo que el de la Liga Norte: el prejuicio, la xenofobia, la insolidaridad. Ahora, y después de años larvándose, el monstruo no tiene marcha atrás. Y se ha constatado con los atentados de Barcelona: gente cegada por el enemigo de fuera y la arcadia de la tierra prometida que se muestra ensimismada y acrítica con su propio gobierno. Incluso, cuando miente con descaro aznarista. Un retroceso gordo, muy contrario a su historia, como pueblo razonable y como sociedad.