Ahora que las cosas en España están tan confusas, tan enfrentadas, tan mutuamente lejanas, permítanme que exponga aquí mi concepto del Estado y por ende, de patria. (Asunto en el que voy de acuerdo con José Antonio Griñán con quien cené anoche y que es un hombre sensato y reflexivo, honrado y lleno de humor y, además, del Atlético de Madrid).

El concepto romántico del Estado-nación o de una sociedad cerrada que se reconoce a sí misma con exclusión de lo que queda allende sus fronteras, es una inutilidad que solo lleva al enfrentamiento entre países y colectividades y a una vanidosa afirmación de superioridad nacional. Que le espeten a uno «¡usted no es español!» porque no le consideran digno de serlo es una solemne tontería que presupone que el que insulta tiene la prerrogativa de conceder cartas de naturaleza. Es tan tonto como decir «¡yo no soy español!» sintiéndose más digno por no serlo. Qué más dará. La lectura de Patria, la descarnada novela de Aramburu, ilustra hasta el dolor lo que eso quiere decir.

No. La patria en la que me reconozco es la democracia, no la bandera de una de sus parcelas. ¿Qué es lo que sustenta filosóficamente a la Unión Europea? El hecho de que pretende eliminar las fronteras artificiales e inútiles detrás de las que se esconden los países, para integrarlos en un espacio mucho más sensato. La norma crucial de la UE es la exigencia de que el país que pretenda incorporarse a ella respete y practique los valores democráticos.

Pues bien, la democracia a la que aludo es la que sustenta mi libertad, mi derecho a defender mis opiniones, mi derecho a ser igual que cualquiera y a ser feliz si puedo. Nada de banderas: libertades. Y, dice Griñán, no hay democracia, ergo no hay patria, si no hay Estado de Derecho y división de poderes, en fin, si no hay una Constitución que todos hayamos votado, que todos respetamos y gracias a la cual recibimos respeto. El único espacio moral es el que protege nuestra Constitución. ¿Qué más puedo querer como patria?

Se dice que la democracia se sustenta por el voto. Falso. El voto es consustancial a la democracia: no la hay si no hay voto. Pero el voto no es todo. Hay muchas más cosas y ciertamente no es posible ni democrático fiarlo todo al voto. ¿Sería legítimo que una mayoría votara para restablecer la pena capital? ¿Es legítimo que una mayoría de, pongamos por caso, un 60% vote y exija que las mujeres pierdan el derecho de sufragio? Las conquistas sociales son innegociables. ¿Es legítimo que una región autónoma que votó mayoritariamente por la Constitución pretenda ahora hacerse independiente por la mayoría de un solo voto? Más de la mitad no lo quiere.

Cuando menos, los soberanistas deberían hablar aunque no quieren con el gobierno de Madrid, empecinado, ay, en no escuchar. Es sencillo, en realidad: cambiemos la Constitución, preveamos una negociación para un referéndum y apliquemos luego el sistema a la canadiense: referéndum; si sale positivo por una mayoría sustancial (un mínimo del 70%), negociación con el gobierno para acordar los términos de la separación (de ese brexit que a los británicos les va a costar sudor y lágrimas); y si sale negativo, compromiso de no volver a plantearlo en al menos 25 años.

Esa es mi patria, no la que presupone que, si enarbolo una bandera española, soy un facha, un término que se usa con demasiada liviandad. Si agito una estelada, soy un luchador de la libertad. Estos trapos de colorines primorosamente bordados se han convertido en la sublimación de unos sentimientos-resumen, que como todo buen resumen no abarcan nada. Pero son útiles para identificar a los que defienden una opción frente a los que apoyan la otra. Si me preguntaran a mí, me declararía más próximo a la española que a la vasca o la catalana. Pero no serviría de nada porque me separan de muchos de los que lucen la española en la muñeca o en el balcón de casa al menos tantas cosas como de los vascos o catalanes independentistas. Y, sea cual sea el final de esta malhadada historia, ¿debo pelearme con Cataluña, una entidad a la que quiero y respeto? ¿Debo emocionarme sin titubeo por un equipo que representa a un grupo de jugadores pero sin duda no a un país entero, del que al menos la mitad no siente interés alguno por el balompié ni se siente representado por él? Si ganan, ha triunfado la nación española; si pierden, no son dignos de lucir la camiseta con el escudo de España. ¡Cómo comprendo a Piqué! ¡Y cómo me sonrojan los irracionales pitidos que recibe cuando juega porque quiere endosando esa camiseta!