En muchos colegios hay un profesor de todo. Algo así como un hombre orquesta que, por titulación y valía, se suele encargar de dar todo aquello que puede. Un poquito de Geografía por aquí, un poco de Economía por allí, la Historia de Bachillerato, el Arte€ Yo tuve a uno de esos. Uno de esos licenciados en Geografía e Historia del plan antiguo al que sólo le faltaba enfoscar las paredes del colegio en verano para ser el trabajador perfecto. Mi profesor de todo es una de esas personas especiales a las que uno acaba admirando.

Mi profesor de todo consiguió despertar en mí el interés por la Economía, hacer que superara mis mejores notas en Historia y consiguió que en Selectividad fuera capaz de reconocer Pamplona a partir de una triste imagen cenital. Pero eso es sólo la cosa académica. A mi profesor de todo le sigo viendo; sigo hablando con él y sigo teniéndolo como un referente personal. Había días que veía más a mi profesor de todo que a mi familia.

Siempre recordaré aquel día que entró por primera vez en mi clase, yo debía estar en el primer ciclo de ESO y él vino a hacer una sustitución. Allí no hablaba nadie€ era un profesor de los niños mayores y eso imponía. Luego se convirtió en un consejero respetable y cercano hasta el punto de tirar algunos triples cuando le caía un balón perdido en las pachangas de los recreos.

A mi profesor de todo le debo tantas cosas que, junto a la vocación de mis padres, fue una de las principales razones de que tomara el camino de la docencia. Le tengo tan presente que en clase más de una vez he usado sus armas para mantener la atención. Aquellos «Don Fran» siguen resonándome de cuando en cuando. Gracias, Victoriano.