He colocado otro par de chinchetas en mi mapamundi. Sobre él reluce un buen número de marcas, dispersas por todas partes del globo: Alemania, Polonia, Irlanda, Islandia, Noruega, Irak, Arabia Saudí, los Emiratos, China, Perú, Estados Unidos, Angola, Australia, Canadá. Cada una de ellas representa un reducto de dignidad; cada una simboliza un amigo que ha viajado al destino respectivo sin billete de vuelta.

Las historias son tan diversas como diferentes son sus protagonistas, pero todos ellos tienen algo en común: lo que les ha impulsado no ha sido la ilusión sino el hartazgo. Se han cansado del compadreo, las prácticas abusivas y el desprecio al mérito que imperan en nuestro mercado del trabajo.

¿Cómo es posible que nadie haya hecho nada por detener esta sangría de personas en la plenitud de sus carreras? Artistas, técnicos, científicos, humanistas, sanitarios. No se trata de jóvenes en fase de aprendizaje sino de profesionales muy solventes en el momento más productivo de sus vidas. Una catástrofe sin paliativos (no para ellos, que con su excelente capacitación han podido continuar su labor y prosperar en sus nuevos hogares) sino para nuestra sociedad, privada de un talento esencial para su avance.

Además, como la agenda impone hoy otras prioridades a los noticieros, nadie habla ya de ello en público. Pero el desastre continúa de forma implacable.

Esos amigos tienen que soportar nuestras gracietas bienintencionadas sobre la lluvia omnipresente y los bosques nemorosos que caracterizan sus nuevos lugares de residencia. Pero en su fuero interno sonríen, porque saben que aquí, donde florecen la vid y el limonero, hace mucho más frío que entre las brumas del norte.