Dicen que España ha dado grandes actores y actrices secundarios. La lista es larga. Siempre me han caído bien los secundarios, ésos que están ahí, que en muchas ocasiones sostienen la película. Actores de oficio que defienden su trabajo con una dignidad continuada. A veces, algún director los saca de sus respetivos rincones y los coloca en primera línea. Hace unas semanas nos dejó el gran Harry Dean Stanton, el clásico actor secundario, imprescindible para muchos. Cómo no acordarse de su papel protagonista en París-Texas. Es lo que ocurre cuando un secundario accede al protagonismo, que llega con humildad, sabiendo que ese papel principal es una excepción. De ahí su falta de histrionismo, tan evidente en muchos actores. De hecho, soy partidario de lo que pensaba Bresson, a quien no le gustaban los actores ni actrices excesivamente profesionales, llenos de tics, muy mimados por el sector y proclives al despotismo y las manías de grandeza. Una buena película no necesita grandes nombres. Si algún director quiere sepultar su obra, ya sabe lo que tiene que hacer: alinear un equipo de estrellas. La historia y las imágenes, si son de calidad, no necesitan el brillo cegador de una estrella para salvarse. Con actores y actrices de oficio debería ser suficiente.

Cómo no pensar en el inquietante Warren Oates, a quien ahora mismo sólo recuerdo en películas de Sam Peckinpah. Sí, aquel desaforado que pasea en una bolsa la cabeza podrida de un tal Alfredo García. Ya saben, Peckinpah y su afición a la violencia polvorienta y, si puede ser, a 40 grados a la sombra. Cómo no acordarse del escurridizo, y poco de fiar, Peter Lorre en Casablanca, cuando recibe la estocada de Bogart: «Si alguna vez pensase en ti, tal vez te despreciaría». Pero, como decía antes, España es un país en el que han proliferado entrañables secundarios. Pienso en Luis Ciges, amigo de Berlanga, sobrino de Azorín y combatiente en la División Azul, que pasó sus últimos días inmerso en una profunda depresión y con el deseo explícito de no ver a nadie. Pensar en él es equivalente a entrar en la risa floja. Laly Soldevila, Manolo Morán, Luis Escobar, Rafaela Aparicio. La lista, ya digo, es larga. Los secundarios, esos seres que están ahí, discretos, casi siempre de fiar, que guardan las debidas distancias con los actores principales y que, en multitud de ocasiones, los superan con creces. Pero su discreción les obliga a no sobrepasar la línea, pues ellos conocen a la perfección cuál es su trabajo y cuáles sus límites.

Sigo pensando en el gran secundario, Harry Dean Stanton, un poco aturdido ante la propuesta de Wim Wenders de ser el protagonista de su película, de esa maravilla llamada París-Texas, y en las emocionadas palabras de David Lynch tras la muerte del viejo Harry. Tipos grandes que se han mantenido íntegros y que, cuando les ha tocado ser protagonistas, lo han sabido hacer con una solvencia en muchos casos sobrecogedora. La vida está repleta de estos secundarios que, a veces, desaparecen como si hubieran muerto, pero años después regresan para apuntalar una película, para sostener con garantías al protagonista de turno y, sin duda, también para darle una sobria lección de interpretación, sin histrionismos estériles ni grandilocuencias previsibles y, a la postre, empalagosas. Las películas de Berlanga o tener una ganas inmensas de que Luis Ciges vuelva a aparecer, siempre desconcertante, siempre intempestivo. Laly Soldevila o la maestra de primaria en un pueblo castellano, enseñando a los niños los interiores del cuerpo humano en la figura de Don José, allá en El espíritu de la colmena, obra de otro gran secundario llamado Víctor Erice. Secundario por vocación y por sus escasas apariciones, pero discreto y enorme en su arte.

Esos secundarios tan imprescindibles.