Lo bueno de todo esto es que quizás resucite la palabra libelo. Las palabras están a veces ahí, muertas u olvidadas, si es que no es lo mismo. U oxidadas, enterradas, tristes por desuso. Esperando a que alguien las emplee o a que un determinado contexto las haga necesarias.

Libelismo. Se practica el libelismo con denuedo estos días. O sea, la perpetración de escritos denigratorios, calumniosos o hirientes contra alguien. No pocos tuits son mini libelos. Libelos de 140 caracteres. O menos. Libelitos, podríamos llamarlos, que no por cortos son menos hirientes. Grandes tiempos para los editorialistas, que tras épocas aburridas pontificando sobre la crisis tienen ahora con las revueltas del noroeste un asunto sobre el que edificar argumentos, golpear dialécticamente al contrario o defender la legalidad.

Por cierto, tristes tiempos en los que hasta la legalidad más evidente se ha convertida en subjetiva. Los articulistas u opinadores, los columnistas, abren ahora páginas nobles de diarios con opiniones pero en formato y tipografía de información o crónica. El lenguaje es de fuego pero hay fuego cruzado de lenguajes. El problema catalán tiene una vertiente periodística: supone la resurrección de algunos géneros y el entierro de la objetividad. Hay más soflamas que en el fútbol. Resucita el libelo y también el panfleto y el panfletismo. Se exhuman frases a conveniencia de pensadores olvidados o superados o ya poco leídos. Ahí está Lenin con aquello de «los burgueses nos venderán las sogas con las que los ahorcaremos», que se lo podría decir uno de la CUP estos días a uno del Pdcat.

El editorialista o libelista o panfletista, que a veces es dos de estas tres cosas o incluso las tres, se levanta soliviantado y antes del primer café ha de digerir la catarata de opiniones ajenas, hechos subjetivos, incendiarias ideas de la competencia, tribunones hiperlargos de catedráticos semiociosos, berreos de carlistones, enfados de trabucaires, algarabía facha o matonismo sedicioso. Todo eso traga antes de formar una opinión, darle forma y enviarla a la rotativa o a la red o a los dos sitios. Así un día y otro, alpiste para el conmilitón, combustible para el convencido, materia de diatriba para el que está en desacuerdo. Una fiesta del pensamiento, a veces una mera orgia de las ocurrencias o un metralleo para matar al contrario; una noria de ideas, un pastel de propuestas. Finalmente un monotema y un hastío y en demasía un intento de anular, no de convencer.