Nadie quiere a los libres. Y no me refiero a los pretendidamente tachados de equidistantes por aquellos que no toleran fisuras en el circuito cerrado necesario para el enfrentamiento. En las bravas, pero sangrientas, trincheras de la horrenda Guerra Civil, antes de ser definitivamente apresado, Miguel Hernández declamaba Para la Libertad. Pero no pocos de entre quienes valerosamente le escuchaban, perdedores como él en el inicialmente bando de la legalidad republicana, habrían apuntado al pecho, que es lo que tiene tener un fúsil en la mano, a quienes pretendían también en el uso de su libertad al menos una tercera vía para superar el conflicto, o incluso a algunos de entre sus propias filas que coincidieran en algo, en ocasiones sin darse cuenta, con el adversario. Porque las guerras se producen cuando el adversario se convierte en enemigo para que así sea menos difícil de matar.

El enemigo en el 36 era una especie de marciano rojo y demoníaco con cuernos y rabo para quienes, por elección o no, terminaron en el bando de los golpistas; y un explotador despreciable con el cerebro metálico y las manos pulidas de estrangular obreros por dinero para quienes, formando parte de un batiburrillo más complejo que el del mal llamado bando nacional, intentaban parar el alzamiento, entre otros objetivos que se fueron sumando de transformación política y social que habría que contextualizar en aquella Europa de posguerra, guerra y preguerra. Como hacía Hugh Thomas (por nombrar un hispanista casi de mesita de noche que murió hace unos meses). Contextualizar cuando se juzgan hechos pasados debería ser una obligación de sentido común. Ayuda a la comprensión de las conductas y amortigua odios fratricidas en quienes, por generación y nuevo contexto, no estuvieron allí ni soportaron las presiones y miserias de sus predecesores.

Málaga amanecía ayer con el cielo abochornado y amenazando esa lluvia de barro que sólo ensucia y da más sed. Era fácil mancharse con ella de desesperanza en la espera del 1 de Octubre tras lo que dijo y no dijo a Jordi Évole en Salvados el limitadísimo president Puigdemont. Podrá estar cualificado sobre el papel y hablar idiomas con soltura (lo volvió a demostrar en el canal internacional de la televisión francesa LCI), pero su extraña impavidez, la misma que demuestra una parte importante de la ciudadanía catalana, ante datos y argumentos que desmontaban el suyo, producen un estupor alarmante. Por supuesto que ese centenar de personas que penosamente gritaba a por ellos oé oé oé a la Guardia Civil en algunas ciudades de España, o el empeño de minimizar el problema al tildar de ´alboroto´ el 1-O del presidente Rajoy (al que ahora le toca estar más en presidente que nunca, al igual que le toca al fiscal general ajustar muchísimo más ese devenido protagonismo, tan reciente aún la polémica dentro del propio ministerio fiscal que le salpicó de lleno ante la opinión pública) no ayudan a la exigible vuelta a la legalidad de Cataluña ni, lo que es tan necesario como eso pero mucho más difícil, a la responsabilidad y al sentido común perdido por parte del Govern. Porque el cielo está gris y llueve barro en España, incluso en la Costa del Sol. Pero a muchos catalanes ya no les cala. Andan empeñados en que en su Catalunya Lliure e Independent siempre sale el sol.