El otro día me perdí en los intestinos de una gran torre moderna de oficinas, adonde había ido a hacer una gestión. Estamos hablando de cuarenta pisos, quizá más. Al acabar la gestión, fui a recoger el coche, que había dejado en el sótano quinto, pero antes tenía que pasar por una máquina para pagar la estancia. Siguiendo las indicaciones, abrí una puerta que daba a un pequeño espacio absurdo, sin función, de cuatro o cinco metros cuadrados, en una de cuyas paredes había otra puerta que abrí para acceder a unas escaleras como de servició, o eso me pareció. Miré hacia arriba y hacia abajo para descubrir un paisaje en el que solo había escalones que subían hacia no sabía dónde o descendían, supuse que al infierno. Intenté dar marcha atrás, pero la puerta por la que había alcanzado aquel espacio inhóspito no se abría desde este lado.

Aunque advertí enseguida que la situación era de pesadilla, me propuse no perder los nervios. Después de todo, aquella gigantesca mole estaba llena de oficinas. Tarde o temprano, alguien pasaría por allí y sería rescatado. Entretanto, empecé a subir por las escaleras para descubrir que cada veinte escalones, más o menos, había una puerta, todas indefectiblemente cerradas con llave. Quizá, pensé, me había equivocado de camino. Tal vez debería haber bajado en vez de subir. No lo hice porque las profundidades me dan más claustrofobia que las alturas. Pero como llegó un momento en el que perdí completamente las nociones de abajo y arriba, me pregunté si al ascender no estaría descendiendo y viceversa. Cuando había subido (¿subido?) doscientos o trescientos escalones, me senté y comencé a llorar. Luego me sequé las lágrimas y continué escalando.

Finalmente, una de las puertas se abrió. Daba a un espacio también muy inhóspito, pero de carácter horizontal. Recorrí varios pasillos de paredes sucias, llenos de tuberías con pérdidas, y al cabo de un rato, detrás de una de las innumerables puertas que iba abriendo a mi paso, fui a dar a una oficina con doscientos o trescientos empleados absortos en las pantallas de sus ordenadores que ni siquiera repararon en mí. Desde allí, alcancé un ascensor que me condujo a la calle. No recogí el coche, que debe de seguir allí. A ver si me armo de valor y vuelvo.