Me contaba el otro día un viejo amigo -mejor dicho de amistad vieja, porque aunque es mayor que yo, es nuestra relación la que tiene ya casi cuarenta años- cómo supo de una reunión de alcaldes de grandes ciudades con un ministro socialista. Entre ellos se encontraba el alcalde de Málaga, Aparicio por entonces. El ministro los iba a atender como alcaldes de las grandes ciudades de España. Y los alcaldes le iban a pedir presupuesto. El ministro, como buen ministro, tenía poco tiempo, les dejó hablar poco y les despachó con una grandilocuente enhorabuena por la buena marcha de sus ciudades y lo bien que les iba, así como lo saneadas que tenían las cuentas.

Los pedigüeños alcaldes, viendo que los estaba despachando rápido y sin aguinaldo alguno, pusieron cara de sorpresa ante tal afirmación. El ministro les dijo que estaba perfectamente informado de lo estupendas y pomposas que habían sido las ferias de Sevilla y Málaga, la semana grande de Bilbao, así como las majestuosas fallas de Valencia, y que eso no podía sino ser síntoma de una saneada tesorería y un sobrado presupuesto.

Eso, que pasó hace muchos años, sigue exactamente igual. En concreto se gasta dinero en Málaga para muchos gastos superfluos, bien en campañas que se solapan unas a otras, bien en convenios, conveniazos para los amigos, conciertos, paellas, berzas y demás festejos.

Tenemos aceras alicatadas, metro que no necesitamos, institutos, observatorios y fundaciones inútiles con directores y subdirectores con nadie a quién dirigir.

Y lo peor, tenemos un sistema que premia que esto siga. Nadie en la administración es recompensado por gastar menos y ser más eficiente. Así que dentro de otros treinta años seguiremos contando la misma anécdota y seguirá pasando exactamente lo mismo.