Vaya usted a saber las razones que llevan a los académicos suecos a entregar el Premio Nobel de Literatura a Kazuo Ishiguro. Es un escritor sumamente inteligente, autor de siete novelas en cuarenta años, de las cuales seis son casi irreprochables, escritas en un inglés elegante y con un ritmo cautivador, pero es un autor discreto que no deslumbra, ni ilumina, ni ensombrece nada. Tan fácil de admirar como de olvidar y políticamente muy discreto. Eso es muy propio de los señores del jurado: optar por Ishiguro en vez de por Martin Amis, Ian McEwan, Julian Barnes e incluso Salman Rushdie, todos los cuales, además del nexo promocional, coinciden en algo frente al ganador: son mucho más divertidos, vitalistas y generosos - como narradores y como críticos literarios - que el autor de Los restos del día. Camino un poco con un amigo por el centro de Santa Cruz mientras cae la tarde pegajosa y esquiva y si hablamos de semejante trivialidad es para no fijarnos demasiado en las banderas españolas -todas - que cuelgan todavía de ventanas y balcones.

Uno de los efectos más terroríficos del patriotismo deriva de la reacción patriótica que es capaz de generar en el otro. Se me antoja que expresiones como nacionalismo o patriotismo son intercambiables pues están basadas en las mismas menesterosas convicciones: la identidad tribal, la superioridad moral sobre los demás grupos por razones culturales, étnicas o religiosas, la convicción de que la Historia es tu tía -por lo menos- y que sobre esa relación privilegiada sobran las palabras, el establecimiento de la valía de los individuos - o su simple consideración - por la pertenencia leal a un colectivo. La única bandera que conozco que no quiere representar esta idiotez moral es la de los Estados Unidos. Los principios legitimadores en los que se basa el sistema de derechos y libertades de la democracia estadounidense no se alimentan de una sacralizada herencia histórica, cultural o religiosa, sino de compartir un conjunto de valores políticos: la libertad individual, la igualdad de derechos, la división de poderes, etcétera. Esa es la originalidad política estadounidense que tanto fascinó a Hannad Arendt: hombres y mujeres de cualquier étnica y cualquier credo religioso deciden basar una comunidad no en la sangre, no en supersticiones compartidas, no en un relato legendario y mitificador, sino en valores políticos concretos articulados a favor de la causa de la democracia, la justicia y la libertad. Así se quiso Estados Unidos como proyecto político, así lo han defendido sus más conspicuos ciudadanos, y que ese proyecto haya sido machacado, burlado y prostituido no le quita un ápice de grandeza.

Mientras las banderas -españolas, catalanes o austrohúngaras- no representen exactamente eso siempre me pondrán nervioso, como me ponían nervioso hace treinta años, en un estadio o en el patio de un colegio. Las banderas no llaman al acatamiento unánime, sino que deben recordar el compromiso con la libertad.