Sabe distinguir si las croquetas son congeladas y vulgares y con menos jamón que un queso de cabra o caseras y de respetable cátering. Pico fino tiene. Nuestro cultureta no pinta ni escribe, ni esculpe, ni lee, ni atisba si el Greco es una pastelería, una marca de batidos o un zurdo legendario por sus goles en Canarias con la Selección. No se pierde una. Una exposición. Sabe vestirse aunque ha aprendido que al cabo, el dandismo necesita cierto toque de transgresión. Compró por este motivo un foulard.

Le gusta llevar un libro debajo del brazo. A veces se le olvida y entonces va por la calle con el gesto de llevar un libro en el sobaco pero sin llevarlo, lo cual a ojos de algunos viandantes mal pensados lo hace quedar como semimanco o como alguien que quisiera proteger el costado de la lanzada de un crítico o del bocado de un can hambriento. Podría inclusive por tal gestualidad parecer un poco lerdo. La agenda de los periódicos, que nunca compra, le resulta imprescindible.

Al cultureta que queremos describir no le gusta hablar mal de nadie. Sabe que si lo hace, no será en algunas cuchipandas y actos, presentaciones y cócteles bien recibido. El problema es que le gusta el vino blanco. No sabe cual, pero el blanco. El tinto le da dolor de cabeza aunque procura ocultarlo. A la tercera copa de vino blanco ya está hablando mal de todo el mundo. Una vez, en el ágape posterior a la presentación de un ensayo, habló mal de tanta gente que se le acabó la gente de la que hablar mal. Y, entonces, comenzó a hablar mal de sí mismo. Agotó el vino. Agotó al auditorio. Se agotó a él mismo. Durmió solo. Soñó que triunfaba, que presentaba un ensayo, que bebía vino blanco y que se encamaba con una bella joven. Pero todo se fue al traste cuando despertó convertido en un insecto.

No es célebre pero es conocido. Habita una ciudad media. No nace, se hace. Lleva elegante ropa interior. Lo sé porque lo dice él. O ella. Es suave en los gestos. Rechaza los fritos. Salvo las croquetas. Aprende solapas de memoria. Ojea el Hola. Yo también. A fondo. Toma café con periodistas. Nadie es perfecto. Habla de los consagrados llamándolos por el nombre de pila en diminutivo. Qué buena novela ha escrito Arturo.

Duda acerca de incorporar la gastronomía a sus conversaciones. Añora el correo postal pero no escribe cartas. En las redes sociales es del tipo voyeur. Una vez le dio la mano a un célebre artista y eso le provocó un ataque creativo que a punto estuvo de acabar con su agrafía. Fue una mañana en su trabajo de ocho a tres, veinte minutos para el bocadillo, cuando en inolvidable conato se arrancó a escribir unas líneas. Casi no se lo creía. Él. Escribió tres líneas, borró dos. Escribió dos, borró una. Exhausto, salió a la terraza a fumar. Pero había dejado de fumar. Se fumó una nube. Volvió a su sotabanco, al que tal vez deberíamos llamar tabanco. Echó el documento a la papelera. Contó a todo el mundo que estaba escribiendo.

Paga la cuota del gimnasio. No va. Manga larga también en verano. No cuenta chistes, narra anécdotas. Y, ¿va al teatro? Buena pregunta, amigo lector. Colecciona entradas de algunas funciones. No hace ascos a la gomina. Quiere fundar una revista. Se depila las cejas. Le cuesta persistir en el seguimiento de las series. No sabe nadar. Colesterol en regla. Admite adhesiones.