Es una historia que ya he contando en alguna que otra ocasión, pero que conviene recordar. A principios del siglo XX, las elites intelectuales españolas se debatían entre varias opciones morales. La más conservadora chocaba con la científica y liberal. Europeizar el pensamiento formaba parte de la terapia con la que unos pocos ilustrados querían superar la decadencia de un país que había sufrido el shock del 98 como un desgarro interior. Francia, Alemania y Japón eran modelos de futuro, aunque por razones muy diversas: la lengua de acceso natural a la cultura universal era el francés, del mismo modo que el dictado de la ciencia lo marcaba Alemania, y Japón representaba la rapidez con que la educación puede acelerar el progreso industrial de un país. En ese contexto, la figura del manchego José Castillejo resulta singular. Fue uno de los grandes pedagogos de la España culta: un hombre austero y demócrata, impulsor -como secretario de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas- de unas becas que permitieron a muchos jóvenes españoles estudiar y formarse en las mejores universidades de Europa. Murió en 1945, exiliado en Inglaterra, después de concluir «Democracias destronadas», uno de los ensayos más reveladores sobre las causas de la caída de la República. Es un libro escrito desde el dolor, pero sin un ápice de resentimiento. Hay una anécdota que lo ilustra. Cuando en una ocasión le preguntaron quién era el responsable último de la Guerra Civil, contestó sencillamente en primera persona: «Yo, fui yo. No hice lo suficiente». Ese yo no es un acto de narcisismo, sino que implica a todos sus contemporáneos: ninguno de nosotros hizo lo suficiente. ¿He hecho lo suficiente? Esta es una pregunta que viene del pasado, pero que nos apela ahora de nuevo y que merece ser respondida con honestidad. En los años noventa, e incluso durante el primer lustro de este siglo, el caso español era estudiado en todo el mundo como ejemplo de transición pacífica de una dictadura a una democracia. Fue un proceso que permitió transformar España como lo hubieran soñado Castillejo y los institucionistas: un país moderno capaz de resolver sus inevitables contradicciones -como las de cualquier nación moderna- de forma racional y civilizada, dentro del gran marco de libertades que ofrecen las leyes, que permiten además -como es natural- su reforma y su mejora. Sin embargo, el estallido de la gran crisis financiera de 2007- 2008 marcó el inicio del despertar populista en un Occidente acosado por tensiones internas no resueltas. El desprestigio del modelo democrático español surgido del 78 iba de la mano de una deslegitimación similar de todo el proyecto europeo, que repentinamente empezó a ponerse en duda. Surgieron partidos populistas por todos lados, en la derecha y la izquierda, mientras se propagaba un discurso incendiario que dividía el pueblo y acusaba a las elites y a la burocracia de haber secuestrado el funcionamiento de las democracias europeas. Como suele suceder en estos casos, no todo era mentira en la retó- rica populista; pero distaba mucho de responder a la verdad. De hecho, no era verdad. Sin duda, ni Occidente, ni Europa, ni España ni ninguno de nosotros hemos hecho lo suficiente. Y seguimos sin hacerlo. Emmanuel Macron lo recordaba esta semana en un gran discurso donde llamaba a reformar Europa desde la dura experiencia adquirida durante estos años. Y la principal lección es doble: por una parte, no podemos abandonar el discurso público de la civilización, que es el de la inteligencia matizada, reposada e integradora; y, por otra, que, sin reformas que ofrezcan cohesión social, oportunidades y esperanza a la ciudadanía, el futuro se presenta sombrío para un continente que envejece a velocidad de vértigo y contempla asombrado cómo regresan muchos de sus fantasmas. Y los demonios familiares son incompatibles con la vida civilizada.