Cataluña comienza a despertarse de la ensoñación de ser una, grande y libre; la tierra prometida por el secesionismo. Han rodeado de magia todo el proceso y el ilusionismo ha funcionado, en gran parte porque el PP ha contribuido al éxito del espectáculo. Tan real parecía todo, con un numeroso público entregado a la fascinación de ser los protagonistas del encantamiento, que los propios magos se convencieron de que no había truco. La Generalitat se había convertido en la corte de los milagros. Había hecho desaparecer la Constitución sacando del sombrero una leyes de desconexión y transformó un simulacro de consulta popular en un referéndum para la apoteosis final de romper con España.

La permanente fiesta independentista celebraba que por fin Cataluña estaba cerca de ser el País de Nunca Jamás, donde todos son pacíficos demócratas, que muestran su felicidad de liberarse del yugo español y se regalan flores y libros. ¿Quién teme a estos santos inocentes?

El 1 de octubre pasaron del romanticismo a la épica en cuanto llegó el tribunal y mandó parar. La policía se encargó con malos modos de despertarles del embrujo, pero tomó cuerpo el mensaje de que el autoritarismo español masacraba a la alegre ciudadanía que acudía a hacer su propia magia de convertir a niños en electores y a octavillas en votos.

Cuando todo estaba dispuesto para que Peter Pan y Wendy proclamasen en el Parlament la república independiente, se encuentran con la declaración de dependencia hecha por la alta burguesía catalana. Son sus empresas las que se van de Cataluña, porque sin el mercado de España y sin el paraguas de la Unión Europea se desmoronan, y la isla de Nunca Jamás se va a pique. Lo que no consiguió Rajoy con su política de avestruz, parece lograrlo el movimiento de cuatro empresas significativas y otras más que ponen sus cuentas a remojo. Una vez más la política de ambos lados sucumbe ante la economía, como ya pasó en Grecia con su exitoso referéndum desmantelado por los propios que lo habían convocado.

La Generalitat ha llegado tan lejos, ha creado tanta expectación, que no puede abandonar la promesa de su truco final, pero será decepcionante, como el parto de los montes. Seguramente hará una declaración de independencia llena de circunloquios, al estilo de la promesa de acatar la Constitución «hasta que los ciudadanos la cambien para recuperar su soberanía» hecha por Pablo Iglesias y los suyos. Será una declaración muy solemne, para encubrir una suspensión momentánea del procés, que, no obstante, sonará a traición en la CUP.

Entre tanto, la política debe abrirse paso. El argumento de que hay que cumplir la Constitución y el Estado de derecho es el propio de los tribunales. Para los políticos es necesario, pero no suficiente, y ver que Rajoy lo repite una y otra vez sin aportar nada más es desalentador. Está bien que el Rey recuerde el marco constitucional. Incluso en su discurso tenía que haber reproducido en catalán la catilinaria de Cicerón: ¿Hasta cuando abusarás, Puigdemont, de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros? ¿Cuándo acabará esta desenfrenada osadía tuya? Pero debió animar al diálogo, a buscar los puntos de encuentro que pueden hallarse en una reforma constitucional. ¿Hasta cuándo esta torpeza tuya, Rajoy, seguirá mofándose de nosotros?

Cataluña debe continuar en España, pero no porque los mercados hagan una declaración de dependencia.