Si la respuesta de Puigdemont a Rajoy se produce en los términos debidos, nada podrá compararse al diálogo y la mediación como instrumento democrático, siempre que sea dentro de la ley. Fuera de ella no puede el Estado recorrer un solo milímetro, ni los posibles mediadores merecerán confianza. Los que acucian con plazos, como la CUP, darán con su continuidad o ruptura la señal de la verdad o la mentira del soberanismo en la disposición a un diálogo sin condiciones , siempre que se acepte como premisa, antes de sentarse a la mesa, que el Gobierno español no puede trapichear con la legalidad constitucional. Sin esto, insistimos, no habrá mediadores de categoría indubitable, ni es posible negociación alguna.

En el mejor de los casos será un diálogo muy difícil, y aún más si la parte soberanista se encastilla en mentiras como la del resultado del referéndum del 1-O, de cuyas chapuceras infracciones dan fe tantos testimonios videográficos como cualquier mediador fiable necesite conocer antes de adoptar una posición imparcial. En cuanto a los casi 900 ´heridos´ que el día siguiente, salvo cuatro, ya estaban en sus casas, sería otra mentira perturbadora de la objetividad, por mucho que la enarbolen como manipulación emocional para interesados o ingenuos. Las ´cargas brutales´ de los cuerpos estatales de seguridad deberían de contemplarse con claro discernimiento entre lo que es agresión o autodefensa, tanto más justificada ésta cuanto más evidente la pasividad, e incluso resistencia activa de la policía autonómica. No habrá diálogo incondicional si prevalece la propaganda.

Y alguien tendrá que pedir disculpas a la mitad de los catalanes y el resto de los españoles por hablar de ´presos políticos´ en nuestra democracia, calumnia insostenible en un sistema de libertades a la altura de los más progresistas, con una descentralización del poder político y administrativo escasamente parangonable. Calumnia que atenta de manera especial contra los jueces, único poder que puede ordenar la prisión de un ciudadano. Ya conocemos la unánime opinión de todas las asociaciones judiciales sobre el ´proces´ catalán y sus derivas recientes. Más realista sería pensar en que la acción judicial, una vez iniciada, no se detiene por pactos políticos, sea cual fuere su trascendencia. Por fortuna, el Ejecutivo carece de prerrogativas para iniciarla o detenerla. Solamente los tribunales pueden evaluar las culpas o su inexistencia, siempre con base en la prueba. Y de las acusaciones de fascismo o de falangismo en el cuerpo legislativo estatal solo cabe decir que dan asco. Es la única miseria mental que faltaba.

Si hubiera lugar a la mediación y el diálogo, y ojalá que lo haya cuanto antes, la actitud del Estado ha de ser intransigente en la fidelidad a las leyes y flexible en la perspectiva de una reforma constitucional que, al fin, aparece como compromiso público del partido gobernante y del que lidera la oposición en el Congreso de los Diputados. Sin especular sobre la cerrazón que cegó hasta ahora ese urgentísimo horizonte, podemos decir que ¡ya era hora! Este acuerdo no solo es más positivo que cualesquiera merodeos y equidistancias, sino que asegura un espacio de debate capaz de hallar soluciones de consenso a los supuestos dispersores de la unidad española.

Y si nada de esto es respetable para los separatistas, serán ello quienes limiten toda salida a su inhabilitación y la inmediata convocatoria de elecciones estatales y autonómicas.