Después de pasarse mucho tiempo languideciendo en el diván, España, la brumosa y controvertida España, vuelve a ser lo que era. Más que un país, una encrucijada lírica, chorreante de afectos y de antipatías, dispuestísima siempre para la bronca. En el fondo no hay nada más castizo en el mundo que sentirse catalán, acostumbrados como estamos a definirnos por oposición, de la mano de las felices antinomias. El español se cisca en la madre y en España. Y esto viene siendo así desde antes del Siglo de Oro. Y más si se tiene en cuenta los escasísimos esfuerzos que se han hecho para que la nacionalidad sea vista como algo más que una pasión. Las ideas, con los españoles, no funcionan. Son frías, hielan el alma. Y si dan a elegir entre el concepto de polis, de ciudadano demócrata y la patria encolerizada, pues todos a gritar mucho y a ver la Eurocopa. La novedad, en este cruce averiado de patologías, es que en los últimos días, y gracias a la tenacidad y a la vesania del independentismo, se ha producido una liberación. La parte más interesante quizá corresponda a un sector de la izquierda, que por primera vez ha dicho adiós a sus complejos y se ha sacudido la feroz contradicción de aplaudir los nacionalismos, que lejos de un contexto colonial, no son más que espejismos bárbaros, de amplio anclaje xenófobo y racial. Discursos como los que se empezaron a escuchar la semana pasada han sido mucho más que útiles; en la medida que han puesto al izquierdista frente al espejo, diciéndose lo que nunca se atrevió: que no hay amparo progresista en la versión furibunda de ninguna patria, que es profundamente reaccionario situar las banderas por encima de toda prioridad. Al final de toda esta confusión y algazara puede salir una sociedad más madura: pero también lo contrario, que es lo que se está dando como reacción. El país entero ha aceptado el guante. Y se ha visto inevitablemente dentro de la maniobra irracional. Nunca antes, ni cuando el gol de Torres, han estado tan presentes en la vida pública y doméstica los asuntos relativos a la identidad nacional. Más que Madrid, Asturias o Andalucía, esto parece una peña pequeña y levantisca de las de rivalidad y honor. Todo el día con la patria a cuestas. Con el emblema. Con la grímpola. Con el pin. Quizá esa haya sido la victoria simbólica, y seguramente no apetecible, del nacionalismo: decretar el ensimismamiento, el estado pasional. Justamente lo que le ha llevado décadas criticar a la izquierda, tan torpe y tibia en sus planteamientos, con miedo cerval a ser tildada de conservadora. La razón espera de nuevo en el sumidero. Veremos, después de esto, de lo que se es capaz.