En los campos del pueblo de Istán se alza cansado y señorial un castaño imponente que ahora sobrevive moribundeando, es decir, que se pudre poco a poco. Según los expertos sus raíces llevan casi 1.300 años sondeando el terruño, buscando la salvación, esto implica que germinó cuando en España reinaba Égica, el visigodo, quien expulsó sin miramientos al imperio bizantino de tierras malagueñas. Cuentan que incluso Fernando el Católico celebró bajo su sombra una misa de acción de gracias por no sé qué gesta disfrazada de leyenda bélica, y puede que por ello fuera bautizado como el Castaño Santo. Es que Fernando el Católico era muy de leyendas, muy de castaños, muy de santos.

El enorme árbol, al que no ha matado el tiempo ni devorado el fuego, está padeciendo una eutanasia activa por culpa de la mano humana, con lacerante y omisiva bendición de la Junta. La gente se lleva a puñados la tierra que resguarda sus raíces e incluso, no se lo pierdan, hay quien aprovecha para depositar entre ellas la ceniza de sus difuntos a modo de panteón místico, de mausoleo artúrico, y todo ello sin olvidar su mortal enemigo natural, un bicho glotón e inmisericorde llamado avispilla del castaño que le infringe cientos de heridas profundas arrancándole la corteza a tiras. El más anciano del bosque se desangra como un reloj de arena, en traslucidos goterones de resina, y nadie con potestad hace nada. Supongo que los veranos eternos y los otoños anecdóticos no ayudan mucho o son la excusa perfecta para podar toda iniciativa de conservación y hacer oídos sordos a La plegaria del árbol, clamor de la flora muda al que puso voz el maestro Rabindranath Tagore.

Hablamos posiblemente del ser vivo, por ahora, más antiguo de Andalucía. Está a un salto de coche pero sólo es visitado por algunos naturalistas y otros tantos senderistas. Preferimos coger un avión para visitar el drago milenario de Tenerife antes que acercarnos una tarde a descubrir la Sierra Real y admirar al gigante malagueño que proyecta una sombra de medio kilómetro de contorno. Damos la espalda a un monumento único, y lo dejamos irse, así, sin más, lentamente, como se va el brillo de los ojos de un abuelo olvidado en el oscuro pozo de la soledad, como el amor que no cuidamos al dar por hecho que nos pertenece, que nunca huirá.

Estos días andamos preocupados con secesiones territoriales, creyendo que el suelo es moneda de cambio y pasando por alto que la tierra ya estaba aquí cuando nosotros llegamos. Seguramente el viejo castaño, germánico, árabe y finalmente cristiano, se reiría al preguntarle si se siente malagueño, andaluz o español. Ha vivido mucho, ha visto demasiado. Nos estaba esperando siglos antes de que alguien acuñara la palabra constitución, y ni siquiera eso respetamos, ni siquiera eso protegemos.

El hombre es lo que es, somos los que somos, e investiga con persistencia la dudosa existencia de vidas lejanas en vez de dedicar un mínimo esfuerzo a mantener la vida que ya conocemos, la que nos fue regalada para compartir espacio y tiempo, la que nos fue encomendada para no llegar mutilada a la próxima generación. Por eso resulta inquietante el intento de reinventar la Historia y manipular las conciencias, porque una farsa novedosa no es más que un triste fraude al que testigos directos de la verdad, como nuestro castaño y la memoria escrita, jamás darán pábulo. Nadie puede engañar a la primera ola, mentir al primer eco.

Se empeñan en hablarnos de genes, de fronteras, de política, de cultura, de plazos, incluso de sangre. Pobres estúpidos, obvian que existe savia más densa que el recuerdo, sombras más antiguas que las lenguas que nos separan y troncos más fuertes que el linaje más añejo. Al amor, al sentido común y al árbol hay que regarlos desde que nacen, cuidarlos en su madurez y sacrificarse por ellos en sus estertores, pues los tres son la misma cosa.

Qué merito tendríamos entonces si no intentásemos mejorar lo que otros nos legaron. Un día, más o menos cercano, afrontaremos la obligación de rendir cuentas por el amor no correspondido, por el sentido común enturbiado y por el árbol marchitado. Nunca lo olvidemos, y que el Castaño Santo lo vea.