Las ciudades tienen un callejero oficial. Se trata de una convención para que el correo y los ciudadanos puedan orientarse y llegar a destino de manera eficaz. Pero hay tantas cartografías alternativas de un lugar como personas habitan en él. Quienes tengan amigos semanasanteros sabrán de qué hablo: sus referencias son las iglesias, a las que se refieren no por el nombre de sus advocaciones respectivas sino por el de las cofradías que en ellas tienen sede. Otras personas se guían por las tiendas de sus marcas favoritas, aunque ignoren el nombre de la vía en que están emplazadas. Pero los mapas mentales más fascinantes son los de los niños. Sus desplazamientos callejeros están jalonados por escaparates de jugueterías y pastelerías, escalones y pedestales de monumentos en los que hacer un alto, y explanadas diáfanas en las que corretear; así construyen un entramado de relaciones espaciales del que resulta un plano urbano mágico e inmaterial.

Dicen que con el roce nace el cariño. De la manera antes descrita es como los niños se apropian de su entorno urbano y se implican en su mejora futura: su condición de usuarios actuales del espacio público garantizará el vínculo afectivo y la eventual condición de ciudadano responsable. Claro que el Centro de Málaga es hoy terreno hostil para ellos. El mapa que desarrollaron mis hijos cuando eran más pequeños, por ejemplo, presenta hoy huecos en blanco que fueron hitos, mesetas y llanuras de importancia: la plataforma adyacente al jardín del Museo Picasso, calle Zegrí, las esculturas de Seguiri en Uncibay, etc. El terremoto hostelero se las ha tragado. Y la nueva y lasa ordenanza de Vía Pública empeorará las cosas, restando más suelo comunal todavía para entregárselo a las terrazas de los bares. Adiós, niños. Id a otra parte, venga.