Me gusta viajar para descubrir matices: diferencias sutiles en el paisaje, en la arquitectura, en el comercio, en las gentes. Visitar los mercados y las tiendas, los cementerios y las iglesias nos permite pulsar el corazón de las sociedades. Recuerdo que, hace años -décadas más bien-, Jorge Oteiza, el escultor de Orio, solía repetir que «los siglos se abrevian con la educación» y esta es una realidad no muy difícil de constatar cuando viajas dispuesto a dejarte cuestionar por la superficie de las cosas. Una calle ordenada, limpia, pulcra de Alemania, frente a los contenedores desbordados de basura de nuestro país; los espléndidos jardines de la pequeña Inglaterra -una tonalidad deslucida del verde, como sus infraestructuras públicas gastadas y antiguas, pero adecentadas, cuidadas con mimo-, frente al abandono de los parques que languidecen en nuestras ciudades. Son matices que explican muchas cosas, es decir, que la calidad de vida se mide por lo pequeño y no por lo grande, por los gestos cotidianos y no por la épica falaz de las utopías, por la vida civilizada de los cafés -esas huellas de Europa que quedaron borradas de Oviedo durante la Revolución de 1934, según cuenta Josep Pla- y no por la exaltación masiva de las calles. Viajamos para descubrir diferencias sutiles, sobre todo porque sólo podemos compartir aquello que nos separa. Y sólo aquello que nos distingue también nos enriquece. El motivo es muy sencillo: descubrimos quiénes somos en relación con los demás. Nadie -insisto, nadie- es el foco de su propia verdad como pretenden los creyentes de cualquier ideología, sino que para comprender la condición humana -también a nosotros mismos- necesitamos estar abiertos a la luz y a la oscuridad de las personas que nos rodean y con las que compartimos la vida, a las lenguas que no conocemos y a las que nos son familiares, al dolor ajeno y también a su alegría. San Agustín afirmaba algo así como que somos en la medida en que nos situamos ante el ser humano -Agustín decía ante Dios, pero en formato laico su argumento sigue siendo válido-, precisamente porque nos dejamos sondear por la realidad de las vidas ajenas, aunque sean compartidas. Siglos más tarde, otro filósofo, el danés Soren Kierkegaard, desarrollará esta idea hablando del temor y el temblor existencial: nuestro verdadero rostro emerge cuando se nos pone a prueba y nos hallamos expuestos frente a nuestras propias contradicciones. Viajamos o leemos para ensanchar el ámbito de nuestra intimidad con los matices de las diferencias sutiles. Es lo contrario a la homogeneidad y la rigidez propias de quien busca sólo verse reflejado a sí mismo en lo que lee o en lo que contempla. Se trataría de un ejemplo claro de la presencia -o ausencia- de lo que se puede denominar la imaginación moral y que no consiste sino en la capacidad de ir ampliando de forma incluyente el espacio de la pluralidad y la convivencia. Si vivimos en el mejor de los mundos conocidos hasta ahora, es precisamente porque las sociedades han conseguido -a menudo con sangre, sudor y lágrimas- que las democracias sean más inclusivas, es decir, que toleren mejor las diferencias ideológicas, de credo, del color de la piel o de clase social: un mundo, diríamos, en el cual las fronteras y los pasaportes cuenten cada vez menos, como sucede en la Europa contemporánea. Las sociedades que aman los matices constituyen democracias mucho más responsables y sensatas, precisamente porque descansan sobre un fundamento mucho más real: la naturaleza contradictoria de la condición humana, que madura con dificultad en base a caídas y errores, y cuya identidad es plural y difusa. Por supuesto, en una sociedad inclusiva nadie debe ser urgido a declarar cuál es su fe, su credo o sus ideales -no hablo del espacio de la equidistancia, sino de la libertad individual y del respeto, que son los valores esenciales para preservar la verdad-. Y es gracias a esa libertad que nos pone en contacto con los demás y facilita una saludable pluralidad como logramos que aflore nuestra idiosincrasia. Nadie es el foco de su propia verdad; al contrario, todos alumbramos, de algún modo, la verdad presente en los demás.