Estábamos un grupo de amigos hablando de enfermedades sin meternos con nadie, cuando en la mesa de al lado le dio un infarto a un tipo de unos cincuenta años que compartía una paella de marisco con su familia. Una familia grande, como de diez personas, donde había abuelos, padres, hijos y nietos. Debían de estar celebrando algo, unas bodas de plata, no sé quizá un nacimiento, porque había un bebé. Calculé que el infartado formaba parte del grupo de los padres, lo que no excluye la posibilidad de que fuera también hijo. Todo el mundo dejó de comer, claro, y de hablar de enfermedades. El dueño del restaurante dijo que tenía un desfibrilador en la cocina, pero que no sabía cómo usarlo porque lo había puesto hacía dos días. Lo trajo de todas formas y uno de los comensales comenzó a aplicarle en el pecho unas descargadas eléctricas que elevaban durante unos segundos el tórax del enfermo para luego dejarle caer.

Entre tanto, yo llamé a los del 112, que anunciaron su llegada inmediata, y me metí clandestinamente en la boca una gamba porque el suceso no me había quitado el hambre. A la cuarta descarga, el hombre comenzó a respirar y abrió los ojos. Durante unos instantes permaneció sin saber qué hacer o decir. Luego pidió perdón por las molestias. En ese instante, entraron unos enfermeros con una camilla y se lo llevaron fuera, seguido de toda la familia que se había reunido allí para celebrar unas bodas de plata o lo que quiera que estuvieran celebrando. El dueño del restaurante se hizo cargo del desfibrilador y dijo mostrándolo a la concurrencia:

-Ya está amortizado.

La gente regresó a sus mesas y poco a poco se fue restableciendo la atmósfera anterior al incidente. Mis amigos y yo continuamos hablando de enfermedades, ahora de las relacionadas con el aparato circulatorio. Dos de ellos tenían arritmias que sobrellevaban con entereza, aunque se asustaban mucho cuando se manifestaban. Yo no pude añadir nada porque del corazón estoy bien, o eso creo, aunque tomo estatinas para el colesterol. Lo que más me sorprendió de todo fue la cara de felicidad del dueño del restaurante al anunciar que el desfibrilador estaba amortizado.