Querido diario:

Con este ya son diez años de cautiverio sin disfrutar un solo permiso de salida. Qué lejos quedan aquellos ratos en que me choteaba por carta mandando trabalenguas al gobierno y esquivando a los tribunales. Fueron tiempos de palau y rosas, coche oficial, aclamaciones públicas y guardia pretoriana de mossos, un deseo hecho realidad para alguien de mi calaña. Aún recuerdo lo que nos reíamos cada vez que Romeva imitaba a Rajoy diciendo artículo 155 y los Jordis contestaban a coro por el culo te la hinco. Era tronchante. Cómo querían que diera marcha atrás y convocase elecciones voluntariamente para perder mis privilegios. Ni loco.

Al final ocurrió algo que creía imposible. El sistema demostró tener sangre en las venas y acabé dando con mis huesos en la trena, 30 años a la sombra por traidor. Al principio la cosa fue bien, aunque yo pedí compartir celda con Trapero o Turull, pero me tocó con Junqueras. Imagínate, 16 horas diarias encerrado sin intimidad en el mismo chabolo. Los paseos por el patio se consumían filosofando sobre la unidad territorial, fingiendo creer nuestras propias mentiras, y es que, en realidad, ninguno sabía exactamente cómo empezó todo aquello. Creo que Forcadell dijo en una sobremesa que no había huevos de independizarse, luego nos vinimos arriba, una cosa llevó a la otra y ya no supimos parar.

Antes recibíamos muchas cartas de apoyo y jugábamos a ser Gandhi y Mandela. Siempre me pedía hacer de Mandela porque tenía un pelazo envidiable y se parece a Morgan Freeman. Llegué a meterme tanto en el papel que propuse una huelga de hambre al estilo de nuestro entonces mentor y gurú, Arnaldo Otegi, pero Junqueras dijo que me dejase de chorradas, que antes camarero en Casa Pepe que rechazar un menú. Fue pasando el tiempo, la gente se olvidó de mí y las visitas se espaciaron hasta que las muestras de apoyo cesaron por completo.

Llegó un momento en que alguien de la Junta de Tratamiento pensó que sería bueno para mí reinserción enviarme a distintas prisiones, así podría conocer de primera mano a la buena gente que traté como extranjeros. Turismo penitenciario lo llamé. Ya he pasado por Teruel, Las Palmas, Villabona, Soto del Real, Badajoz, Nanclares de Oca y Herrera de la Mancha. Ahora llevo dos años en Alhaurín de la Torre y la verdad es que aquí he visto la luz, aquí se me ha quitado la tontería. Un traficante del tres al cuarto obtuvo el tercer grado y se dejó olvidadas unas cintas de Los Chichos. Me picó el gusanillo y descubrí un mundo nuevo. Los Chunguitos, Bordón 4, Manzanita, Junco, auténticos ídolos que adoquinaban un sendero de rumba taleguera que me llevó a la admiración absoluta de quien hoy guía mis pasos, El Fary. Ese sí que era un hombre de verdad, un español como Dios manda. Fue escuchar por primera vez el Carabirubí y experimenté una transformación personal que ni Malcolm X en la prisión estatal de Charlestown. Gracias a esos artistas aprendí valores desconocidos, unos arquetipos que poco a poco fui haciendo míos hasta convertirme en un hombre nuevo. De hecho, mientras escribo estas palabras, reniego de lo que hice y me avergüenzo de lo que fui. Ahora la Constitución es mi libro de cabecera y leo un artículo cada noche antes de dormir. Casi me he aprendido el 155 de memoria y ya no le veo gracia a la rima pueril.

Pasan los días y me emociono con los partidos de la Selección Española, con un buen plato de cocido madrileño, con los textos de Lorca o Alberti, con la biografías de Zumalacárregui y Blas de Lezo, con el desembarco de la Legión, con el pasodoble y con un vaso de manzanilla fresquita. Paso las hojas y envidio la naturaleza de los españoles que bebieron de esas fuentes y superaron los estereotipos y etapas oscuras para hacer de su tierra un lugar mejor, convirtiendo su tradición y esencia en punta de lanza de progreso y evolución. Pasan los compañeros de celda y siento celos de quienes, todos juntos y a una, asumieron su Historia y sumaron su esfuerzo en pos de la modernidad, la ciencia, la legalidad, la cultura y la innovación. Esa es mi verdadera condena, descubrir por las malas que consagré mi vida a una patraña rancia y dañina.

Así que ya ves, querido diario. Sólo hay una cosa que no soporto, lo que más me atormenta en este martirio. Puedo vivir sin cava, sin aplausos, sin escolta, sin palco en el Camp Nou y sin sueldo presidencial, pero estoy como loco por salir de aquí para cumplir mi auténtico sueño y dar rienda suelta a una pasión desbordante, mi última voluntad: no quiero morir sin presentarme al próximo casting de Se llama Copla. Y que viva España, collons.