"Disturbios en los Balcanes» fue un titular recurrente de los periódicos durante el último siglo, que ahora podría aplicarse -el titular, naturalmente- a las tierras situadas bajo los Pirineos. Con lo lejos que están, así en la geografía como en la época. Desaparecidos el imperio austrohúngaro y Yugoslavia, su lugar en los noticieros sólo podría ocuparlo España. Un país que en el siglo XIX alumbró cantones enfrentados en Cartagena y Murcia; y que ahora afronta un proyecto de secesión por la parte de Cataluña. Con la excepción de Portugal, esta Península siempre ha sido levemente balcánica a pesar de su denominación de origen ibérica. Los disturbios son un asunto crónico por aquí, como en los Balcanes. Antes fue la ETA y en general todos los movimientos surgidos del carlismo. La última versión de esa tendencia histórica es la que protagonizan ahora mismo los secesionistas en Cataluña. Quieren un Estado propio y a ver quién les quita esa idea de la cabeza. A diferencia de lo que ocurría en Yugoslavia, eso sí, en Cataluña se vive razonablemente bien y no hay diferencias étnicas con los otros reinos autónomos que expliquen el quilombo que tan perplejos nos tiene a casi todos. No menos asombrados, algunos medios europeos reputan al movimiento separatista de Revolución de los Ricos, dado que el principal motivo alegado por sus líderes es la excesiva contribución del antiguo Condado al resto de España. Sorprendentemente, una parte de la izquierda apoya con entusiasmo esta llamada a la insolidaridad, de tan difícil encaje en una Unión Europea que transfiere cuantiosos recursos de los países prósperos a los menos desarrollados del continente. La misma idea de crear un Estado nuevo resulta chocante. No hace falta ser anarquista para deducir que a los Estados les corresponden funciones de lo más desagradable en directa competencia con la Mafia. Suyos son en exclusiva el control y posesión de armas, el monopolio de las sustancias tóxicas y, sobre todo, el derecho al ejercicio legal de la violencia. El propósito resulta aún menos comprensible en una organización casi federal del territorio como la que disfruta España. Cuando uno dispone de policía propia, del dominio vital de la Educación o la administración de la Sanidad, entre otras muchas facultades, ya solo le queda el mando sobre la Hacienda, la Seguridad Social y en su caso, la posesión de un Ejército propio. Las aduanas, antaño básicas, apenas tiene importancia a estas alturas en un sistema de libre circulación como el de la UE, que ha dejado a sus aduaneros sin fronteras. Incluso la posesión de un Ejército nacional es ya un asunto accesorio en Europa, acogida al paraguas de defensa de Estados Unidos. Igualmente, la acuñación de moneda ha dejado de tener su antiguo valor simbólico. El que regula la política monetaria de los Estados teóricamente soberanos es un banco con sede en Fráncfort que cogobiernan por turnos Alemania y Francia. A un nuevo Estado como el que pretende una parte de los catalanes le quedarían tan solo los aspectos diferenciales más enojosos de ese tipo de organización política, a saber: la cobranza de impuestos y la represión del disidente. No parece razón suficiente para cambiar la prosperidad actual por un futuro más bien improbable y azaroso; pero ya se sabe que el nacionalismo es una cuestión de sentimientos que no siempre atiende a razones. Menos mal que España sigue estando lejos de los Balcanes.