Emmanuel Macron ejerce desde antes de su llegada al Elíseo una indudable fascinación sobre los alemanes: tanto sobre los ciudadanos como sobre los medios.

Le ven éstos como el político decidido a eliminar la caspa burocrática de su país, dinamizar su oxidada economía y contribuir de ese modo a la competitividad de Francia y a la atractividad del modelo europeo.

Los medios alemanes parecen admirar su arrojo - algunos han llegado a compararle con Napoleón, el corso-, y le comparan con la razonable, pero al mismo tiempo, aburrida canciller que soportan desde hace doce años.

Macron es siempre bueno para un titular, y eso es lo que más gusta, como sabemos, a la prensa. Y está por supuesto en las antípodas de ese otro político que tantos titulares también ofrece, aunque en este caso sean escandalosos o preocupantes, como es Donald Trump.

Destacan todos su juventud y cuenta que Macron tenía sólo tres años cuando el socialista François Mitterrand llegó al poder, mientras admiran el hecho de que haya tenido como mentor al filósofo Paul Ricoeur.

Como buen populista, presume al mismo tiempo Macron de haber nacido en una familia de la clase media francesa y no de miembros de la elite financiera o política como tantos otros dirigentes o exdirigentes de su país.

Macron fascina sobre todo a los medios alemanes por su fe europeísta: en alguna entrevista ha manifestado su intención de abrir un nuevo capítulo en la historia de Europa.

Una Europa que para él significa «soberanía, unidad y democracia», pero también, como explica, «libertad individual» y «economía de mercado».

Habla asimismo el presidente francés de «justicia social» como parte del modelo europeo que con tanto entusiasmo propugna, aunque, como dice el refrán, «por sus hechos le conoceréis».

Y los hechos pintan de él otra cara: la que han visto desde que era ya ministro de Economía del fracasado presidente socialista François Hollande los trabajadores de ese país.

Un rostro que parece que tiene mucho más que ver con la ideología de quien fue banquero de Rothschild antes de probar suerte en la política.

El de un dirigente que, nada más llegar al poder, se apresuró a flexibilizar las leyes laborales para facilitar el despido con el argumento de que la economía francesa no podía competir en un mundo globalizado.

El de alguien decidido a acabar con el impuesto sobre el patrimonio por considerarlo una anomalía europea que hace que muchas fortunas huyan a otros países en lugar de crear riqueza en Francia.

Alguien que tiene en el Gobierno a gente que hace declaraciones tan demagógicas como ésta: «La libertad no significa cobrar un seguro de desempleo e irse luego dos meses de vacaciones».

¿Son las dos caras de Macron o son a fin de cuentas la misma cara: la de la Europa neoliberal que presume de haber superado la división derecha-izquierda?