El independentismo catalán tiene una larga tradición de derrotas. Sin remontarnos a la guerra de Sucesión, donde optó por el candidato de la casa de Habsburgo en vez de por el candidato de la casa de Borbón, todos los demás intentos de constituirse como una entidad política soberana terminaron mal. El 14 de abril de 1931, Francesc Macià y Lluís Companys proclamaron con una diferencia de hora y media primero la República y después el Estado catalán, una situación alegal que duró unos pocos días tras la promesa del gobierno republicano de Madrid de redactar un Estatuto de Autonomía. El 6 de octubre de 1934, Lluís Companys, aprovechando el impulso de un amplio movimiento revolucionario en todo el país, proclamó la República catalana, que tuvo una vigencia de menos de 24 horas porque el Ejército al mando del general Batet y por orden del gobierno de la República española reprimió duramente la iniciativa. Hubo 46 muertos y tres mil detenidos, entre ellos los dirigentes secesionistas que ingresaron inmediatamente en la cárcel. Después vino la guerra civil y la dolorosa derrota de la República, de la que Cataluña fue uno de los últimos baluartes. Miles de personas que huyeron a Francia para no caer en manos de los franquistas acabaron en campos de concentración. Casi ochenta años más tarde nos encontramos en una situación parecida respecto del contencioso catalán. Afortunadamente, no se han producido episodios de violencia como los del pasado pese a que algunos han calificado ciertos sucesos de «estado de excepción» y hasta de «torturas». Pero la división social en Cataluña es un hecho, las principales empresas han cambiado su sede y mucha gente, entre ella la directora de cine Isabel Coixet, ha expresado su angustia de sentirse expulsada de Cataluña por no estar a favor de la independencia. Ante esa situación, de extrema gravedad, el Gobierno, con el apoyo de la mayoría parlamentaria, ha recurrido al artículo 155 de la Constitución para disponer de los recursos que le permitan restaurar la legalidad perturbada. Nadie duda de que el Gobierno (pese a sus clamorosos errores en la evolución del problema) acabará imponiendo su fuerza. Y tampoco que los independentistas serán derrotados, una vez más. Una derrota que, pese a todo, les servirá de alimento espiritual para el siguiente intento. Porque las derrotas, una vez convertidas en leyenda, son casi tan útiles como las victorias para decorar el pasado. Recientemente, con ocasión de la guerra de Yugoslavia, tuvimos un ejemplo. Los serbios consideran la derrota ante los turcos en la llamada «batalla del campo de los mirlos» (1389) como un símbolo fundamental de su patriotismo. Y al lugar donde se dio la contienda, territorio de Kosovo, cuna de la nación serbia. Pues bien, hoy, Kosovo no pertenece a Serbia y es la sede de una enorme base militar norteamericana.