"¡Miren allí !¡Miren! ¡Falta una torre!", exclamaban con urgencia desde el Obispado malagueño, señalando al muñón del campanario sur de la Catedral. Mientras los malagueños dirigían su atención a las alturas, oteando la silueta fantasma de una torre inexistente, las autoridades eclesiásticas se ocupaban de otros asuntos más terrenales, apresurándose en inscribir a su nombre los jardines de la Catedral. Un suelo cuya titularidad se disputan la Iglesia y el Ayuntamiento.

El asunto no debería tener mayor trascendencia que la de dilucidar a cuál de las dos instituciones corresponde pagar el sueldo del jardinero o quién ha de alimentar a las carpas del estanque que hay en el centro del parquecillo, pues ese es el uso que tiene el espacio en la actualidad: una zona verde pública, uno de los escasísimos oasis de verdor del Centro Histórico. Y tanto a la Iglesia como al Ayuntamiento se les presupone la prioridad de buscar el bien de las personas, ya se les asigne el título de contribuyentes o el de feligreses. Claro que aquí es donde surgen las discrepancias. El Obispado considera que la necesidad más perentoria que tienen los habitantes de la capital en el siglo XXI no son zonas verdes, sino una enorme sacristía proyectada en el siglo XVIII y nunca realizada, cuya construcción ocuparía el espacio de dichos jardines, sacrificando además la mejor perspectiva de la Catedral: la que se tiene desde calle Cister.

Por cierto que esos jardines se plantaron en los años 40. Resulta esclarecedor descubrir que el clero de aquella época -cuyo papel en la sociedad era bien distinto del presente- no considerara prioritaria entonces la sacristía, a diferencia del actual. Parece que las necesidades de la liturgia se han complicado notablemente desde entonces.