Seguro que ustedes también tienen alguno. No me refiero a esos secretos que todos nos llevaremos a la tumba. A esos vicios inconfesables en forma de cadáver bajo la cama, revista dentro del armario o carpeta oculta en el ordenador. No, esos no. Me refiero a esos vicios, esos hábitos, que no hacen daño a nadie, que son sólo nuestros, que no todo el mundo entiende, pero que hacen que la existencia sea un poquito más llevadera si se practican con la frecuencia idónea y de la forma correcta. A mucha gente le encanta pasear por la playa, con los pies descalzos en una orilla en bajamar. «Me sienta bien», dicen muchos, y todos asentimos. Ahora bien, si alguien nos confesase que lo que en realidad busca con esos paseos es inflar sus pulmones con el nauseabundo olor de las algas varadas en la arena por la marea baja, la cosa cambia. A esa clase de rarezas me refiero, y yo tengo unos pocas, para que les voy a mentir. Algunas más frecuentes y fáciles de ejecutar que otras, pero igual de efectivas a la hora de lograr su objetivo, que no es otro que escapar, aunque sea por unos segundos o por unas horas, de la realidad. El miércoles me entregué a uno de estos placeres. En soledad, porque es como mejor me sienta, y con el riesgo de que, para lograrlo, lo tuve que demorar días, semanas, para que finalmente pudiera hacerse realidad. Despejé la agenda, cuadré horarios, comprobé horas antes que, efectivamente, el plan iba sobre ruedas y puse el móvil en modo avión (qué menos, estando tan cerca del aeropuerto) y allá que me fui, al Plaza Mayor. Puede que en estos momentos esperaran algo más siniestro o morboso que lo rutinario y habitual que puede ser ir a ver una película en el cine. Siento decepcionarles. Hay quien disfruta paseando por el carril bici o saltándose semáforos, pero mi droga es ir solo al cine. Y me odiarán los productores, cineastas y demás gente de la industria, pero una sala vacía, para uno solo, es un placer, quizá un sueño, que intento hacer posible cuando puedo. Con la película menos comercial varias semanas tras su estreno, con una butaca enmedio de la sala. Con silencio. Sin Whatsapp. Sin DUI. Sin Rajoy. Con palomitas, medianas, que no soy un animal, para mi solo. Sin expectativas, nada más que disfrutar de la oscuridad y el cine. Estuve a punto de conseguirlo. Nueve personas lograron impedirlo, pero una de ellas cruzó su mirada conmigo al encenderse de nuevo las luces. Nuestro gesto no fue a causa de la ambigüedad del final de la película, no. Nos dijimos: «Otra vez será».