Se supone que una declaración de independencia es un acto solemne en medio de una efervescencia patriótica, con sus líderes entusiasmados por alcanzar la ansiada meta. Lo vivido el pasado viernes en el Parlamento de Cataluña fue una triste proclamación de la independencia, con unos diputados soberanistas cantando Els Segadors con cara de funeral y exhaustos por el enfrentamiento interno de última hora. Bien es cierto que previamente, para enardecer los ánimos se habilitó un patio dando entrada a alcaldes secesionistas, que de pie y agitando su bastón de mando gritaban independencia. Parecían mozos invocando a San Fermín, sin ser plenamente conscientes de que en breve, tras el chupinazo del Senado, saldrá de chiqueros el 155.

No podía haber alegría cuando para restablecer la unidad independentista se sacrificó la única salida posible en forma de convocatoria de elecciones por Puigdemont. Tampoco cuando la escenografía de la proclamación de independencia fue un parlamento medio vacío, abandonado por diputados que reiteradamente negaron legalidad y legitimidad al proceso seguido. Ni siquiera los entregados a la causa fueron capaces de mostrar su felicidad por votar la independencia y pidieron ocultar su voto en una urna.

No hay euforia, sino frustración, porque saben que el recorrido de esta república catalana es más corto que su anuncio y que el daño social y económico causado es grande y que no cuenta con la esperada comprensión internacional. Pese a la fiesta en la calle y la emoción de quienes han creído llegar a la tierra prometida, la frustración anímica de los secesionistas se hará más presente con la frustración institucional de la independencia, cuando el Gobierno aplique las medidas del 155.

El problema que existe ahora es doble. Los independentistas no podrán avanzar en su hoja de ruta; tendrán bloqueada la Administración y deberán centrar sus esfuerzos en frenar la aplicación de las medidas del Gobierno, comenzando por los ceses decretados. Por su parte, el Gobierno se encontrará con la dificultad de ejecutar tales medidas, comenzando por el desalojo del Puigdemont del Palacio de la Generalitat. Puede que quiera resistirse, dando una imagen semejante a la de Salvador Allende negándose a abandonar el palacio de la Moneda. Los independentistas son magos en la publicidad engañosa.

El mayor instrumento de los secesionistas es el control de la calle a cargo de los radicales de la CUP con sus CDR, que sólo el nombre evoca la fuerza parapolicial de países totalitarios. El del Estado es la policía, con lo que, si no hay prudencia, el choque puede ser brutal. Instar en estos momentos al Fiscal General del Estado para que presente querellas por rebelión, y añadir así más mártires al independentismo, no parece ser lo más inteligente, ni desde el punto de vista jurídico ni desde el punto de vista político.

La convocatoria de elecciones para el día 21 de diciembre es una buena medida para no envenenar más la situación, pero no es suficiente. Es preciso desmontar el argumento secesionista de que no hay cauce constitucional que permita dialogar sobre el encaje constitucional de Cataluña en España. Ese cauce es la reforma constitucional, por cierto, nunca intentada por los independentistas, ni vascos ni catalanes. El futuro político de un determinado territorio no se puede decidir en un referéndum pactado bilateralmente entre una Comunidad Autónoma y el Gobierno español. Este es un asunto que atañe a todos los españoles y abrir una Comisión de reforma constitucional en la que no haya líneas rojas para poder hablar de todo con todos es fundamental para afirmar que el diálogo es posible dentro de nuestra Constitución. Una Comisión mixta Congreso-Senado para la reforma constitucional, en la que participen también las Comunidades Autónomas, debería ser la mesa de diálogo. Ha de haber un compromiso electoral de que se creará, aunque parece lógico que no se ponga en marcha antes de las elecciones ya convocadas, porque es necesario que previamente se haya restablecido el autogobierno en Cataluña.

Si la reforma constitucional no aborda en serio y en profundidad la raíz del problema, no disminuirá ese elevado número de independentistas, alimentado en gran medida por la torpeza del PP y la desidia del Gobierno de Rajoy.

España necesita menos química nacionalista, periférica o central, y más álgebra ciudadana y geometría territorial a la hora de articular constitucionalmente nuestra convivencia.