Todo el mundo tiene a alguien que no tiene. Yo la conocí a ella hace muchísimos años. Aquella mañana, tan lejana, tan en sepia, tuvimos la oportunidad de dar un breve paseo entre cipreses y muros viejos. Unos momentos que se aderezaron con una conversación trivial y sencilla. Pero, a pesar de la simplicidad de las palabras, durante aquellos instantes, el mundo se paró y yo fui plenamente feliz. Llegada la hora, ella se despidió de mí como un ángel que se desvanece. Tallando en el corazón ese vacío indefinido que deja la ausencia y haciéndome saber que nos veríamos más tarde. En aquel lapso no supe a qué se refería con ello, y no se lo pregunté. Antes de torcer la esquina que la ocultaría a mis ojos, ella miró hacia atrás por última vez. Yo la saludé torpemente con la mano mientras me devolvía la sonrisa más pura y limpia que se puede regalar. Después, dejé que se sucedieran el resto de acontecimientos de aquella tarde de difuntos. Las horas inmediatas acontecieron entre decorados que emulaban los inhóspitos callejones, las desvencijadas tabernas y las silenciosas lápidas de la nocturnidad sevillana. Todo concurría a dos alturas. Yo, desde la tercera fila, me dejaba llevar por lo que me ofrecía el escenario. Y allí, sin esperarlo, como una dádiva del Cielo, volví a encontrarla. Tan liviana, tan precisa, tan súbitamente alegre a pesar del halo de dramatismo que nos representaba. Moviéndose con soltura entre las sombras de los decorados, la engalanaba un hábito blanco que bordaba en su pecho los cálidos contornos de la Cruz de Calatrava. Nunca supe si fue casualidad o deliberada intención que sus ojos negros atravesaran los míos cuando clamaba aquello de «¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!, sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos me vais robando de aquí?». Pasado aquel día, jamás volví a verla, y nunca supe su nombre. La recordaré siempre como Inés. Doña Inés de Ulloa. Y ahora, si me lo permiten, retomemos las venturas y desventuras de nuestra Málaga presente. Ni que decir tiene que la reciente inculturación de los fastos de Halloween ha calado hondo en la sociedad y, más concretamente, entre los jóvenes y en el mundo de lo comercial, que aprovecha estos festejos profanos para redecorar sus escaparates con tela de araña y calabazas malditas. Paralelamente, también brota una cierta animadversión social contra todo lo que tenga que ver con la referida cucurbitácea y su inquietante sonrisa. Un discurso enfrentado que reivindica la liturgia de los Fieles Difuntos, las Leyendas de Bécquer y los huesos de santo. A veces, incluso, diera la sensación de que, en realidad, se trata de un sentimiento reaccionario frente a todo lo yanqui. Pero aquí, como ustedes saben, se ataca a lo yanqui de boquilla. Mientras, por un lado, se critica lo halloweenesco, por otro, se despacha Coca-Cola en los hogares (aunque sea en la intimidad), el Burger King y el Foster´s Hollywood rebosan y las historias de HBO inundan nuestros salones. Yo no soy contrario a la inculturación siempre que seamos conscientes de nuestra propia cultura. Mis hijos y sus compañeros son felices mientras, disfrazados de pequeños demonios o vampiros, corretean por la noche en la Plaza Lex Flavia. Allí, una vez al año, se regocijan con ese regusto a poder que, desde su personaje, les permite asustar a sus padres. Que disfruten en familia y entre amigos de ese terror inocente no es malo. Ya se darán cuenta de que el verdadero horror de la vida lo traen el paro, el desamor, la enfermedad y otros mentideros que frecuentamos los adultos. Y mientras tanto, en paralelo, yo seguiré reivindicando y dándoles conocimiento de la figura del Tenorio. Una historia que he seguido y perseguido a lo largo y ancho de teatros y escenarios desde que, por primera vez, como les contaba al principio, tuve el placer de verla escenificada en el salón de actos de mi colegio. Este año, en Málaga, la noche del treinta y uno, también se representará Don Juan Tenorio en el Cementerio de San Miguel. Y allí estaré. Como siempre. Por si fuera posible que, quizá por casualidad o por un azar del destino, me volviera a encontrar con ella.